En los últimos años, hablar de educación en España es hacerlo, casi exclusivamente, de porcentajes y estadísticas. Cierto es que también ha ocupado un espacio considerable el estúpido debate sobre Religión y Educación para la Ciudadanía (estúpido porque desde el año setenta y ocho la Constitución, la misma que se afanan en proteger algunos espíritus conservadores, define a nuestro país como un estado aconfesional). Parece que los números tuvieran más poder que las palabras en las sociedades contemporáneas. Asustan, preocupan, alertan. Los datos positivos no llaman tanto la atención, pero de todos es sabido que lo que vende es el temor, el miedo. Y en educación hay mucho miedo a las cifras porque son la materialización de lo no hecho o lo mal hecho. De ahí el interés en reducir porcentajes a costa de lo que sea (hay por ahí Comunidades Autónomas irresponsables que han ofrecido incluso pagar más por el número de aprobados, esto es, aumentar el sueldo a aquellos docentes que menor número de suspensos tengan por clase. A eso es a lo que se llama “calidad”, a lo que se obtiene previo pago, una cualidad propia de productos que están en venta y que no se ajusta a términos como la alegría, la felicidad o la enseñanza). El sábado pasado el diario El País recogía un extenso artículo sobre el fracaso escolar en España y lo comparaba con el resto de países de la Unión Europea. Nuestros números no dejan de subir ni dejarán de hacerlo durante mucho tiempo porque no se puede arreglar con prisas lo que se ha dejado morir despacio, lo que se ha deshonrado y denigrado desde hace más de quince años. Se ha hablado de capacidades, actitudes, motivaciones, procedimientos, competencias básicas…todas palabras vacías que se han ido llenando de significados disparatados mientras otros términos como esfuerzo, estudio o trabajo han ido cayendo en el olvido. A nadie puede extrañarle hoy que los jóvenes abandonen cuando han llegado a Secundaria sin saber leer ni escribir, cuando han promocionado desde primero de E.S.O. hasta cuarto automáticamente con tres, cuatro o más asignaturas (sí, luego Inspección aprueba en los despachos lo que se suspende en las aulas), cuando las clases están masificadas con más de treinta alumnos y es imposible atender a los estudiantes como es debido…¿Cómo se va a obtener el título de Graduado en Secundaria cuando se llega al último curso con las matemáticas y la lengua suspendidas desde primero? A esta situación hay que sumar la cantidad de factores familiares y sociales que repercuten directamente en la formación de los jóvenes y a las que la escuela no puede dar respuesta. Los docentes llevan años denunciando lo que hoy tienen difícil arreglo, y nadie los escucha. Las leyes siguen elaborándose desde el desconocimiento de la realidad educativa, desde la comodidad de un despacho con café y aire acondicionado y, sobre todo, desde la ignorancia y la despreocupación, porque “la historia humana”, como decía H.G. Wells, “es, cada vez más, una carrera entre la educación y la catástrofe”. Ya sabemos quién llegará, aquí, antes a la meta.
José María Garcia Linares
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