Desde hace una semana guardo en el disco duro de mi ordenador una foto de un cuadro del pintor melillense Iván Ortega Caballero. Varias veces al día he ido ejecutando el archivo para contemplar la obra, como si entre ambos, la pintura y yo, se hubiese tejido poco a poco, muy despacio, un hilo de luz imposible de apagar, de cortar. Sentado frente al monitor lo observo una y otra vez con ojos fascinados.
La admiración que sentimos por determinadas obras de arte nace desde la primera mirada, a pesar de que descubramos que toda esa belleza es el fruto de un virtuosismo que se revela al escrutar el trabajo de un pincel que ha sabido dominar sombras y luces y restituir formas y texturas. Lo digo porque, aun sabiendo que la obra de Iván se enmarca dentro de la corriente hiperrealista, aun conociendo en qué consiste su técnica y su forma de crear, ello no disipa lo más mínimo ni desentraña el misterio de ese mi deslumbramiento primero. Sigo sin explicarme cómo es posible Lollipop, el nombre de este cuadro ganador de la modalidad de pintura del IX Certamen Nacional de Pintura y Escultura celebrado en Melilla.
El Hiperrealismo es una tendencia radical de la pintura realista surgida en Estados Unidos a finales de los años 60 del siglo XX que propone reproducir la realidad con más fidelidad y objetividad que la fotografía. Son, como en el caso de Antonio López y Eduardo Naranjo, pintores hiperrealistas aquellos que ejercen un alto grado de conceptualismo al plasmar la diferencia entre el objeto real y su imagen pintada: lo real, trasladado al lienzo mediante la cámara fotográfica, fotografiado mediante recursos pictóricos. Al utilizar la fotografía en el proceso de creación, lo real queda roto y manipulado dos veces, en el cuadro y en la fotografía, de ahí el aspecto de irrealidad que diferencia el hiperrealismo del realismo más tradicional.
Decía Muriel Barbery, autora de la novela La elegancia del erizo, que el arte nace de la capacidad que tiene la mente humana de esculpir el ámbito de lo sensible. Da forma y hace visibles nuestras emociones y, al hacerlo, les atribuye el sello de eternidad que llevan todas las obras que, a través de una forma particular, saben encarnar el universo de los afectos humanos. Fuera del cuadro se encuentra el tumulto, el tedio de la vida, pero en el interior, la plenitud de un momento de suspenso arrancado a las horas.
Iván es un ladrón de tiempos, un hechicero loco que ha encontrado la fórmula para vivir en los colores, para charlar con la luz y beberse una ginebra con las sombras. Hacedor de mundos, aleph norteafricano, conjuro de la realidad y del deseo. Vive en Melilla, pasea sus calles y sus memorias, es también ganador del premio de pintura de la Caja Rural de la Junta de Andalucía y parte de su obra está expuesta en Bélgica, en el Parlamento Europeo. Lollipop, labios carnosos, caramelo delirante, metáfora de quien es capaz de saborear la realidad y de ofrecernos un pedazo. Felicidades.
José María García Linares
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