lunes, 13 de abril de 2009

BARCELONA


Acabamos de despegar de Barcelona, y como me ocurre cada vez que viajo a una gran ciudad, partir de allí y regresar a mi casa me produce no exactamente tristeza o pena, eso son palabras mayores. Más bien melancolía, incluso cierta nostalgia por una vida que pude haber vivido entre sus calles y que quedará para otros. Son los designios del destino, y el mío no ha sido escrito para leerse entre Las Ramblas. Lástima.
Estoy escribiendo esta columna en pleno vuelo. Voy apuradísimo de tiempo porque no he podido redactarla antes. No he tenido ordenador en el hotel y los cibercafés me dan muchísima grima. Oscuros, siniestros, incluso aceitosos, me da a mí la sensación. Seguro que no son todos así, pero los que yo he tenido que frecuentar en otras etapas de mi juventud sí que lo fueron. Así que no le hagas mucho caso a mis exabruptos líricos, lector, porque aquí arriba suelo ir muy nervioso y pensando que en cualquier momento puede llegar mi final. Qué sensación de epitafio.
Barcelona es poderosa, que decía Peret, guitarra en mano. Y es cierto. Es poderosa su luz, su grandiosidad. Lo son sus tascas, su mar y su olor a chocolate. Sus colores estallando en el mercado de la Boquería, con tantas frutas como sueños humanos, los ángulos de sus iglesias, la línea dulce de tantas y tantas casas. La magia entre la naturaleza del Parque Güel o en una mesa del Café de las Hadas. Hemos caminado infatigablemente por sus calles (bueno, a decir verdad, agotados a últimas horas, que aunque esté metido en un avión, estupideces las justas) mirando siempre a los balcones, a las fachadas, a las cristaleras. Nos hemos sentido, en ocasiones, como en casa, recordando aquí y allá nuestros edificios modernistas melillenses de la Reconquista, el Acueducto y la Manzana de Oro, la calle Castelar o la calle López Moreno. Es verdad que Melilla es la hermana pequeña de Barcelona. Es más pequeña y más sucia, todo hay que decirlo, que en la Ciudad Condal no hay ni un papel tirado en las calles ni excrementos de perro en las avenidas. Las dos son ciudades modernistas pero Barcelona parece más moderna porque está mucho más limpia.
Y si Barcelona es poderosa, más lo fue Concha Velasco en La vida por delante (La vie devant soi, de Romain Gary) que se representa por estas fechas en el Teatro Goya. La Velasco es, quizá, una de las mejores actrices que ha dado nuestro país y lo es porque ha sabido envejecer con dignidad, mesura y estilo. Su papel será inolvidable. Hay una escena en la que está sentada, con el cabello y el camisón blancos y la mirada perdida, que tan bien conocemos quienes hemos convivido con enfermos de alzheimer, que rasga la garganta, las pupilas y el recuerdo. Tremenda, genial, soberbia. Hasta aquí la columna.
Ahora voy a ponerme a leer un ratito, que esto no se mueve y así sí que puedo concentrarme. Tengo a Maruja Torres, a Terenci Moix y a Vázquez Montalbán sobrevolando Barcelona en una alfombra voladora en Esperadme en el cielo, el último premio Nadal. Ojalá que Barcelona también me espere a mí con su cielo, su luz y su alegría. A ver si la azafata me trae agua, que están de un tacaño…


José María García Linares (13/04/2009)

domingo, 12 de abril de 2009

TÉ A LAS CINCO



Decía Superobaman que lo que más ilusión le hacía de su paseo por Europa era tomar el té con la reina Isabel de Inglaterra. La invitación es más que un gesto hospitalario, por supuesto, porque de servir las infusiones, limpiar las casas, recoger el algodón y cuidad a la señorita Escarlata a que te pongan la taza de porcelana por delante sin blanquearse la piel como Michael Jackson distan muchísimos años. Luego habrá tiempo para hablar de paraísos fiscales, dinero negro, tipos de interés y primeras damas. Ahora solo hay cabida para el aroma de la justicia y de la victoria. Parece ser que, para más inri, Michelle, la mujercísima, terminó de darle una patada a la historia y abrazó a la anfitriona, algo impensable protocolariamente, pues según dicen, nadie pueda tocar a Su Majestad, salvo su personal autorizado.
Nuestra Sonsoles no se dejó ver por los escaparates de la vieja Europa, y muy bien que hace. Estas no son citas para la frivolidad, con la cantidad de gente que está pasando hambre y está teniendo que salir de sus casas con lo puesto y en busca de otro lugar en donde guarecerse sin miedo a que se lo embargue el banco. Eso es para la Bruni, que tiene que vender discos con sus jadeos orgásmicos acompañados de acordeón. Se percibe cierto tufo a machismo en estas comilonas que se están dando los altos dirigentes a costa de los contribuyentes. Hay que lucir, más que ideas y políticas, a las mujeres, con sus modelitos y sus faldas largas, que ya en los postres y con el puro, cuando las hayan mandado a las habitaciones a dormir, los maridos hablarán de temas serios. Qué antiguo. Menos mal que la Merkel está ahí con esa cara de alemana para compensar un poco.
Esto de las cumbres del G-20 se ha convertido en una indecente fiesta internacional. Reuniones que, salvo excepciones, tienen muy poco que aportar. Momentos para la foto, para quedar bien, para dar la impresión de que se trabaja con el fin de arreglar las cosas, pero a la hora de la verdad, nada de nada. No sé de qué nos extrañamos. ¿Cómo van a refundar el capitalismo o a impulsar el cambio aquellas potencias que, precisamente, están en esas reuniones por su poderío capitalista? Es tirar piedras sobre su propio tejado.
Por eso estaba tan entusiasmado Obama con su té. Es el único momento real de cambio. Todo lo demás se quedará en casi nada, en palabrería. Conminó, más adelante, a los jóvenes a luchar contra la pobreza, él, representante de un país que ha inyectado miles de millones de dólares para salvar a los banqueros, que luego se los han gastado en primas y bonificaciones.
Beba, beba té, Presidente, que la palabrería inútil deja la lengua seca.

José María García Linares (06/04/2009)