lunes, 11 de abril de 2011

FILAMENTOS


Como me asuste alguien o algo mientras bebo un refresco gaseoso me da un hipo de esos que te dejan al final la espalda fatigada. Se me queda entonces el buche entre la boca y el esófago, ahí parado, ni para adelante ni para atrás, con esa sensación de prensión que te hace sentir como un globo a punto de estallar. A pesar de estar acostumbrados a ver escenas de violencia en los telediarios, eso de que aparezca un trastornado en un centro educativo y comience a disparar sobre alumnos y profesores lo llevo francamente mal. Imaginar a tu hijo o a ti mismo en una clase tiroteados resulta espantoso, y cada vez más porque ya no se trata de un hecho único y aislado. Despacio todavía, hechos similares se van repitiendo en diferentes países. Tal y como avanzan los tiempos, no sería ningún disparate controlar por ley quién entra y quién sale de un centro escolar. La vigilancia de los accesos a estos lugares en donde se concentran tantas personas indefensas (sí, indefensas, si se piensa en los términos en los que reflexionamos hoy) debería estar en manos de profesionales del sector, no de profesores de guardia que no son ni vigilantes ni policías. Si en edificios públicos como ayuntamientos, juzgados, agencias tributarias, ya existe esa vigilancia, ¿por qué en los institutos, por ejemplo, que también son edificios públicos y dan un servicio público, no existen semejantes controles? Por dinero, evidentemente. ¿Tal vez, también, por imagen? Sin duda. Pero es que, además, dentro de los propios centros, sin necesidad de que venga nadie con un rifle, ya se dan episodios graves de violencia escolar que se tapan sistemáticamente para que no trasciendan a la opinión pública. Lean el ensayo de Amalia Gómez titulado La violencia escolar o la recientísima novela La edad de la ira, de Fernando López. No se trata de alarmar, sino de evitar que ocurran episodios violentos en un número cada vez más elevado de centros en los que el ambiente es extremadamente conflictivo y en donde la labor de enseñanza y aprendizaje es cada vez más difícil.
No es baladí la cuestión de los ambientes. Por eso, aunque las palabras de Esperanza Aguirre sobre el Bachillerato de Excelencia no están directamente relacionadas con la reflexión anterior, sí que hay filamentos, hilos casi invisibles que acercan ambos debates. Aguirre quiere un Bachillerato para los mejores. Algunas voces con sarpullidos en la lengua claman contra la medida con términos como elitismo, desigualdad, segregación…Todo, según dicen, en defensa de la educación pública. Lejos de implantarlo o no, la posibilidad de que pudiera hacerse ya nos está diciendo que el actual Bachillerato es, como poco, insuficiente. ¿Querer lo mejor es atentar contra la persona? Lo que hiere ferozmente es convertir en ley exactamente lo contrario, es decir, la mediocridad o el fracaso. El olvido que ejerce el sistema sobre los alumnos que no tienen problemas es imperdonable. Hay centros, y por eso hablaba antes de los ambientes, hay centros, digo, en los que es complicadísimo dar una clase. ¿Duele reconocer que nuestro sistema, hoy por hoy, no forma convenientemente? ¿Por qué hay centros en los que se puede trabajar y otros en los que no? ¿Qué culpa tiene una chica estudiosa de haber caído en un grupo en el que continuamente se interrumpe, se insulta, se rompe el ritmo de las explicaciones? ¿Por qué hay que estar continuamente aplicando medidas sobre quienes no quieren aprender, con el desgaste y la pérdida de tiempo que eso supone a los docentes? Hablar de excelencia en España empieza a parecer vergonzante.
José María García Linares (11/04/2010)