viernes, 9 de enero de 2009

FRACASO ESCOLAR


En los últimos años, hablar de educación en España es hacerlo, casi exclusivamente, de porcentajes y estadísticas. Cierto es que también ha ocupado un espacio considerable el estúpido debate sobre Religión y Educación para la Ciudadanía (estúpido porque desde el año setenta y ocho la Constitución, la misma que se afanan en proteger algunos espíritus conservadores, define a nuestro país como un estado aconfesional). Parece que los números tuvieran más poder que las palabras en las sociedades contemporáneas. Asustan, preocupan, alertan. Los datos positivos no llaman tanto la atención, pero de todos es sabido que lo que vende es el temor, el miedo. Y en educación hay mucho miedo a las cifras porque son la materialización de lo no hecho o lo mal hecho. De ahí el interés en reducir porcentajes a costa de lo que sea (hay por ahí Comunidades Autónomas irresponsables que han ofrecido incluso pagar más por el número de aprobados, esto es, aumentar el sueldo a aquellos docentes que menor número de suspensos tengan por clase. A eso es a lo que se llama “calidad”, a lo que se obtiene previo pago, una cualidad propia de productos que están en venta y que no se ajusta a términos como la alegría, la felicidad o la enseñanza). El sábado pasado el diario El País recogía un extenso artículo sobre el fracaso escolar en España y lo comparaba con el resto de países de la Unión Europea. Nuestros números no dejan de subir ni dejarán de hacerlo durante mucho tiempo porque no se puede arreglar con prisas lo que se ha dejado morir despacio, lo que se ha deshonrado y denigrado desde hace más de quince años. Se ha hablado de capacidades, actitudes, motivaciones, procedimientos, competencias básicas…todas palabras vacías que se han ido llenando de significados disparatados mientras otros términos como esfuerzo, estudio o trabajo han ido cayendo en el olvido. A nadie puede extrañarle hoy que los jóvenes abandonen cuando han llegado a Secundaria sin saber leer ni escribir, cuando han promocionado desde primero de E.S.O. hasta cuarto automáticamente con tres, cuatro o más asignaturas (sí, luego Inspección aprueba en los despachos lo que se suspende en las aulas), cuando las clases están masificadas con más de treinta alumnos y es imposible atender a los estudiantes como es debido…¿Cómo se va a obtener el título de Graduado en Secundaria cuando se llega al último curso con las matemáticas y la lengua suspendidas desde primero? A esta situación hay que sumar la cantidad de factores familiares y sociales que repercuten directamente en la formación de los jóvenes y a las que la escuela no puede dar respuesta. Los docentes llevan años denunciando lo que hoy tienen difícil arreglo, y nadie los escucha. Las leyes siguen elaborándose desde el desconocimiento de la realidad educativa, desde la comodidad de un despacho con café y aire acondicionado y, sobre todo, desde la ignorancia y la despreocupación, porque “la historia humana”, como decía H.G. Wells, “es, cada vez más, una carrera entre la educación y la catástrofe”. Ya sabemos quién llegará, aquí, antes a la meta.
José María Garcia Linares

EL HIPERREALISMO DE IVÁN ORTEGA, PINTOR MELILLENSE



Desde hace una semana guardo en el disco duro de mi ordenador una foto de un cuadro del pintor melillense Iván Ortega Caballero. Varias veces al día he ido ejecutando el archivo para contemplar la obra, como si entre ambos, la pintura y yo, se hubiese tejido poco a poco, muy despacio, un hilo de luz imposible de apagar, de cortar. Sentado frente al monitor lo observo una y otra vez con ojos fascinados.
La admiración que sentimos por determinadas obras de arte nace desde la primera mirada, a pesar de que descubramos que toda esa belleza es el fruto de un virtuosismo que se revela al escrutar el trabajo de un pincel que ha sabido dominar sombras y luces y restituir formas y texturas. Lo digo porque, aun sabiendo que la obra de Iván se enmarca dentro de la corriente hiperrealista, aun conociendo en qué consiste su técnica y su forma de crear, ello no disipa lo más mínimo ni desentraña el misterio de ese mi deslumbramiento primero. Sigo sin explicarme cómo es posible Lollipop, el nombre de este cuadro ganador de la modalidad de pintura del IX Certamen Nacional de Pintura y Escultura celebrado en Melilla.
El Hiperrealismo es una tendencia radical de la pintura realista surgida en Estados Unidos a finales de los años 60 del siglo XX que propone reproducir la realidad con más fidelidad y objetividad que la fotografía. Son, como en el caso de Antonio López y Eduardo Naranjo, pintores hiperrealistas aquellos que ejercen un alto grado de conceptualismo al plasmar la diferencia entre el objeto real y su imagen pintada: lo real, trasladado al lienzo mediante la cámara fotográfica, fotografiado mediante recursos pictóricos. Al utilizar la fotografía en el proceso de creación, lo real queda roto y manipulado dos veces, en el cuadro y en la fotografía, de ahí el aspecto de irrealidad que diferencia el hiperrealismo del realismo más tradicional.
Decía Muriel Barbery, autora de la novela La elegancia del erizo, que el arte nace de la capacidad que tiene la mente humana de esculpir el ámbito de lo sensible. Da forma y hace visibles nuestras emociones y, al hacerlo, les atribuye el sello de eternidad que llevan todas las obras que, a través de una forma particular, saben encarnar el universo de los afectos humanos. Fuera del cuadro se encuentra el tumulto, el tedio de la vida, pero en el interior, la plenitud de un momento de suspenso arrancado a las horas.
Iván es un ladrón de tiempos, un hechicero loco que ha encontrado la fórmula para vivir en los colores, para charlar con la luz y beberse una ginebra con las sombras. Hacedor de mundos, aleph norteafricano, conjuro de la realidad y del deseo. Vive en Melilla, pasea sus calles y sus memorias, es también ganador del premio de pintura de la Caja Rural de la Junta de Andalucía y parte de su obra está expuesta en Bélgica, en el Parlamento Europeo. Lollipop, labios carnosos, caramelo delirante, metáfora de quien es capaz de saborear la realidad y de ofrecernos un pedazo. Felicidades.

José María García Linares

martes, 6 de enero de 2009

NOCHE DE REYES



Cuando mis hermanas y yo éramos pequeños, antes de que la televisión empezara a emitir como cada año los anuncios de El Almendro o de El Corte Inglés, las noticias de que la Navidad y Sus Majestades estaban cerca las traía mi abuela Nieves. Uno de los pajes del rey Baltasar, Nicomedes, visitaba la zapatería Junior en busca de pares y pares de todos los modelos y colores para ir llenando las canastas que se vaciarían en la madrugada del cinco de enero. Llegaba de manera discreta, sin aspavientos, mezclado a veces entre otros clientes, y sólo se le podía reconocer si una, decía mi abuela, miraba atentamente a su pierna derecha, en donde, a la altura de la rodilla, el paje tenía incrustado un diamante. No tenían ni ella ni la dependienta mucho que ofrecerle, apenas un vaso de agua o algún caramelo, porque Nicomedes no avisaba y además su aspecto iba variando de un año para otro, o tal vez esa fuera la impresión, que ya se sabe que en asuntos de magia la lógica a veces es muy traicionera. Un sábado de noviembre, de mediados más bien, nos traía, junto con los pasteles, la noticia a la hora de comer y entonces se nos alojaba en la mirada esa chispa que nos iba a durar mes y medio y que llenaría nuestros sueños de azúcar y nervios.
Nosotros éramos y somos de los Reyes. No es que le hiciésemos el feo a Papá Noel. Simplemente, no teníamos chimenea en la calle Sor Alegría. Si coincidía que mis padres, antes de irse a dormir, dejaban una ventana abierta para que el comedor se ventilara de los excesos de la Nochebuena, encontrábamos en la mañana del veinticinco algún detallito, poca cosa. Suficiente, teniendo en cuenta que ni le escribíamos la carta ni le hacíamos mucho caso. Buena gente, el tipo, aunque de carcajada cansina, todo hay que decirlo.
Por eso, cuando llegaba la tarde del cinco de enero, estábamos los tres a punto de estallar de la emoción. En alguna ocasión fuimos a recibir a Melchor, Gaspar y Baltasar a la antigua estación marítima (qué manía le tengo a la nueva, que me va a dejar sin poder remojarme en el Club con tanto petróleo y suciedad), aunque reconozco que no nos gustaba. No me cuadraba que, si venían por el Gurugú, como decían mi abuela y mi madre, tuvieran que coger después un barco, pero claro, cualquiera se planteaba esas cuestiones tan irrisorias cuando tenía en la cabeza el muñeco de Spiderman que había pedido o el disfraz de Don Quijote (la lanza la partí el primer día contra un ropero, según mi padre. Para mí que era un gigante). Cuando pasaban, ya de noche, por la Avenida, nos daba igual que las carrozas se cayeran a pedazos o que el séquito no llevara una cancioncita, un villancico, ni tampoco que tiraran más o menos caramelos celestiales (nuestra madre ya los había comprado en Rafael y los llevaba en los bolsillos del chaquetón). Sólo teníamos ojos para los Magos de Oriente porque en esos momentos eran nuestra vida, la ilusión que hacía posible que, a la vuelta de la cabalgata, la luz roja y lejana del repetidor que se veía desde mi calle fuera la hoguera del campamento donde descansaban los camellos, o que limpiásemos los zapatos para que nos los llenaran de chucherías y dispusiéramos en el pasillo algunos de los juguetes que nos echaron el año anterior, para que los tres Reyes vieran cómo de bien conservábamos las cosas. Luego poníamos mantecados en un platito y varias copitas junto a la botella de anís que, según decía mi abuelo en los años que pudimos disfrutarlo, ayudaba a Sus Majestades a calentarse del frío de la noche (y a él a montar nuestros regalos durante horas, como sabríamos tiempo después).
Es esa magia que no debería faltarle a ningún niño (malditas bombas, malditas estrellas anunciadoras de la muerte).
Han pasado los años, nos van faltando rostros, palabras, pedazos de niñez, pero nosotros, cada cinco de enero, mantenemos nuestro ritual de acudir a la Avenida, de comprarnos nuestras palomitas en el quiosco y de pedir a los Reyes que nos tiren caramelos, aunque los traigamos de casa. Porque a cada paso que damos durante esa tarde, vamos dibujando a nuestro lado el camino de regreso a nuestra infancia.
José María García Linares (06/01/09)

lunes, 5 de enero de 2009

LA GUERRA DE LOS MUNDOS


En 1938 H.G. Wells fue el protagonista de uno de los episodios más sintomáticos de lo que iba a ser en el futuro la sociedad de la información y del miedo. Leyó en un programa de radio, como si de una noticia se tratara, un fragmento de su obra La guerra de los mundos en donde se alertaba a la población de la invasión extraterrestre con fines muy poco éticos. Sus palabras provocaron la histeria colectiva e incluso la movilización de grupos de personas en pos de un lugar en el que refugiarse. La gente, siempre ávida de informaciones sin contrastar, creyó y temió, simplemente. Luego vendrían las críticas a Wells, pero la anécdota se encargaría de colocar esa obra entre los libros más vendidos y leídos del género de ciencia ficción.Y he recordado este episodio porque cada vez que se produce un atentado terrorista de la magnitud del último en Bombay los medios de comunicación hablan de guerra entre el mundo occidental y el mundo oriental, de choque de civilizaciones, de guerra contra el terrorismo y otras expresiones que, en ocasiones, no se ajustan a la realidad y caen en razonamientos maniqueos del tipo buenos/malos, amigos/enemigos, sociedades libres/sociedades islámicas, etc., que simplifican peligrosamente la cuestión. Hablar de civilización es hacerlo frente a la barbarie, es apelar a la razón y al reconocimiento de la humanidad de los demás. El significado del término varía, como sostiene Todorov, cuando lo ponemos en plural, civilizaciones, porque designa así elaboraciones históricas que aparecen y desaparecen en el tiempo, esto es, las diferentes culturas. La civilización siempre será una, opuesta a la barbarie. Las culturas, múltiples. El encuentro entre diferentes culturas no produce choques sino préstamos, influencias. Todas las culturas son y han sido mixtas, son mezclas de elementos muy diversos, por eso quienes hablan hoy de multiculturalismo no están diciendo nada nuevo, puesto que toda sociedad y todo estado son multiculturales. Sí es cierto que hay formaciones culturales en donde la religión es un factor, o lo fue, muy significativo, pero en el caso de que se produzcan conflictos violentos no son estos elementos religiosos los que entran en juego, o si lo hacen es de manera encubierta. Las guerras han respondido siempre a razones políticas, económicas, territoriales y demográficas por encima de esos otros factores, desde las Cruzadas hasta la Segunda Guerra Mundial. Además, no hay que olvidar que las guerras religiosas, cuando se producen, tienen lugar, generalmente, en un mismo país, no entre países. No son las culturas las que entran en guerra, ni las religiones, sino las entidades políticas. Los orígenes del terrorismo no son en absoluto religiosos. Su semilla está en la explotación, en la humillación que ha contaminado a los países del tercer mundo, en la desculturización de los sectores sociales más desfavorecidos que viven en ciudades desprovistos de todo, en los barrios marginales en donde los jóvenes viven en la calle rodeados de droga y de violencia. La impotencia de saberse injustamente inferiores en un mundo globalizado que los ha expulsado de la imagen de prosperidad, la envidia y la distancia entre su realidad y su propio sueño y la frustración humana más profunda lleva, sobre todo a estos jóvenes, a adscribirse a prescripciones religiosas manipuladas, erróneas, que aprovechan la situación desesperada para ofrecer la venganza como redención. Podría hablarse de un determinismo social que atañe a los que proceden o viven en países musulmanes, pero cuyos comportamientos dependen de razones políticas, sociales, económicas y psicológicas, no solamente religiosas. No se trata de excusar a los terroristas, al contrario, el Estado de Derecho debe caer implacablemente sobre ellos. Se trata de comprender, de entender el por qué de sus acciones para poder actuar sobre la raíz del problema. La lucha contra el terrorismo es ilimitada en el espacio y en el tiempo. No sabemos dónde están ni cuando atacarán. No es una guerra a la manera clásica. No hay un enemigo claro al que bombardear y no acabará nunca mientras haya situaciones de injusticia permanente en el mundo. El desahuciado no tiene nada que perder ni nada en que creer, por eso puede creer cualquier cosa que le digan. Mientras millones de personas casi no tienen que comer y deben recorrer kilómetros para beber agua, o montarse en pateras y jugarse la vida, o acechar para saltar una valla fronteriza, EE UU y la UE acaban de aprobar la inyección de seiscientos mil millones de dólares y doscientos mil, respectivamente, para salvar la situación financiera. Hay cosas que no se entienden, o mejor, que no deberíamos permitirnos entender.


José María García Linares (08/12/2008)
Foto: Cuadro de Susana Prats

"IR Y QUEDARSE Y CON QUEDAR PARTIRSE"


Cada vez que cojo un avión pido ventanilla. Lo hago por dos razones, independientemente del paisaje. En primer lugar, fijar la vista aunque sea en una nube me evita el mareo y, segundo y sobre todo, porque a tanta distancia de la tierra o del mar la sensación de soledad, de azul infinito, me ayudan a evadirme del runrún cotidiano, tan aburrido a veces. Me pierdo en la lejanía y mi pensamiento viaja en todas direcciones por lugares, rostros y voces conocidos. Es algo muy contradictorio porque nunca me ha gustado volar, y sin embargo esta sacudida de plenitud no se repite cuando cojo cualquier otro medio de transporte.He volado a Granada para pasar el puente de la Constitución o de la Inmaculada (para gustos, colores) y en la quietud de las alturas (ha sido un buen viaje, sin turbulencias, afortunadamente o gracias a Dios) recordaba los años vividos en la ciudad, las calles que solía recorrer hasta llegar a la librería Urbano, la línea de autobús que me dejaba en Puerta Real, el olor a café por las esquinas y el bullicio de las Facultades.Es extraño volver a los lugares de los que nunca te has terminado de ir. Jamás me he marchado de Granada, creo que como todos los que alguna vez allí vivimos. No han abandonado mis ojos la palidez otoñal de Plaza de la Trinidad, ni el silencio de los tilos que enhebran y son Bib-Rambla. Hay una parte de mí, un jirón de vida, un trozo, quizá, de alma vagando por la calle Puentezuelas, ataviado con los guantes del aprendiz humilde, con el sombrero calado del pensamiento libre, abrigado por amigos, por amores juveniles posibles e imposibles y por tantos sueños y deseos que luego la vida iría materializando o desechando. He seguido, en estos días, mi propio rastro por calle Elvira y Plaza Nueva, por el Paseo de los Tristes, por Reyes Católicos y el Realejo, y cada vez que he estado a punto de cogerme, me he esfumado, o se ha esfumado, porque no sé bien si lo que quedó de mí sigue siendo mío o es ahora y para siempre de los adoquines granadinos. Granada es una ciudad que se mira en los espejos del pasado y multiplica su presente en la nostalgia. La gente se va yendo pero se va quedando. Las piedras, las fuentes y los bancos van llenándose de sombras, de fantasmas felices, de niebla dulce reposada en los castaños.Son cortos estos días de vacaciones. Breves, insuficientes como la juventud misma. Mientras despega el avión, de vuelta a casa y a la rutina de exámenes por corregir, echo un último vistazo, recordando a mi buen amigo José Luis y un verso de Lope. La vega extensa, interminable. Sierra Nevada excelsa, cada vez más lejana. Y casi en una esquina del olvido, el guiño de mis veinte años, con las manos en los bolsillos, despidiendo, feliz, a su futuro.


José María García Linares (16/12/2008)