miércoles, 8 de julio de 2009

QUÉ PONIENTÁ



Qué ponientá. Esta expresión es muy de mi casa y de mis amistades. Seguro que no aparece en el diccionario y mira, a estas alturas y con este calor, me trae sin cuidado. ¿No escriben los niños como les da la gana y Zapatero habla de lenguaje juvenil? Pues eso. Ha soplado este fin de semana más que con fuerza, con avaricia. Los termómetros a 39 y las gargantas asadas y cuscurrosas.
Estoy recién llegado. Contento porque venir a Melilla es como ir a EEUU, es decir, me cuesta lo mismo y, en mi caso, igualmente me paso viajando todo un día, y encima no sufro desfase horario porque paso la noche en casa de mi amiga Tere, en Benalmádena, para hacer escala. Su madre me prepara ajoblanco con uvas y su padre no deja de ponerme una cañita tras otra. Son encantadores y unos grandísimos amigos. Esta vez he volado desde Lanzarote a Málaga en Air Europa, la misma compañía que quiere entrar a operar en nuestro aeropuerto. No acabo de creérmelo. Son aviones demasiado rápidos y cómodos para lo que estamos acostumbrados, amplios y silenciosos (cada vez que tengo que ir a Madrid desde Melilla me bajo en Barajas aturdido de tanta hélice). Siempre nos han dicho que nuestra pista era pequeña para los reactores, así que…
Con el viento de poniente las playas se limpian, o al menos eso había pasado hasta ahora, porque llevo paseando toda esta semana por la orilla tal y como me dijo mi dietista (que espero que lea esto y si no, se lo mando a su correo) y no dejo de ver desperdicios, incluso zapatos. Qué desastre. La arena de los Cárabos parece cemento; el acceso a San Lorenzo está cortado con una zanja; en el nacimiento de los espigones huele a orines y heces; las redes de volley ball han sido sustituidas por alambradas y la última ola que rompe tímidamente en la arena está negra, sin olvidar los tubos esos que han estado a la vista hasta el viernes y la maquinaria de enormes ruedas y descomunales palas. Durante el fin de semana no han estado, para no dar mala imagen, pero volverán el lunes. Es incomprensible que las obras de una playa, y más en una ciudad como ésta que no tiene otra oferta veraniega que la que estamos nombrando, se alarguen hasta julio. Se les ha echado el tiempo encima. Menos mal, al menos, que Melilla no tiene turismo, porque si no…
Como otros años, también el viento ha traído el Mercado Medieval. Da gusto pasear por el Pueblo cuando cae la tarde con ese olor a hojaldre y churrasco que se te mete hasta en la fantasía. Lo que hubiera disfrutado yo con esas espadas de madera y esos arcos que venden en los puestos cuando era pequeño y mis abuelos me subían a Melilla la Vieja a jugar al Cid Campeador y a Don Quijote alrededor de los cañones. Eran mis dos series de dibujos favoritas, junto con Dartacán, y será por eso que he terminado como he terminado, con la cabeza llena de historias (¿se me secará el cerebro? No será por el poco yantar). Ahora los niños juegan a los Simpson y Padre de familia, y acaban como acaban, claro. Afortunadamente, aunque vuelvo a casa sin la espada, voy bajando la escalera con un pedazo de empanada de chocolate y la barriga bien llena de vino blanco, para seguir viendo a los malhechores, a los malandrines y a la guardia del Cardenal Richelieu observándome en los callejones.
En fin. Vientos, calores y olores típicos del mes de julio en esta tierra que se vuelca con la visita de quienes tienen el gusto, y a veces la osadía, de dejarse caer hasta nosotros, y que responde, igualmente, con el cariño y la asistencia, porque el Mercado Medieval estaba el sábado por la tarde, casi noche, a reventar de público de todas las edades, mientras todo se iba volviendo azul, cada vez más oscuro, y el ritmo quedo del verano se ensimismaba en las murallas y los adoquinados… Terminé comiéndome otra porción, qué voy a hacerle. Mejor será no enviarle nada al endocrino.


José María García Linares (06/07/2009)