miércoles, 15 de julio de 2009

CURSOS DE VERANO



Tengo la manía de acordarme, alrededor del mes de abril, de los cursos de verano que convocan las grandes universidades españolas para la estación venidera. Por esas fechas, aburrido que estoy de tanto sujeto (y sujeta) y de tanta subordinada (y subordinado), los nombres de los grandes de la literatura española (sí, tiene su gracia, lo reconozco) y las temáticas que van a tratarse me dan cierta energía y hacen revivir en mí aquellos tiempos granadinos en los que me tragaba conferencias insufribles y asistía a presentaciones delirantes (la de José Luis Fernández de la Torre de las obras completas del poeta melillense Miguel Fernández fue sublime, como lo son ambos). Las cosas de la edad. A mí me daba igual, lo importante era estar allí, había ido a escuchar a fulanito y, si tenía suerte, me firmaría un ejemplar de su último libro. Afortunadamente, el tiempo pasa (yo no vuelvo atrás, qué espanto), y ahora que estamos en el mes de julio, sólo de pensar en una charla a cargo de Muñoz Molina a cuarenta grados en la Complutense me produce escozor en los muslos. Qué bien duerme uno con una novela de este señor, por cierto. Fortuna para los insomnes en estas noches calurosas.
Termino, entonces, por no ir nunca a estos cursos, porque el verano me deja lacio, como dice mi madre, y porque cuando llega mayo ya se me han pasado las tonterías del mes anterior. Compro mi billete y me vengo para acá. Echo la matrícula en el Club Marítimo, participo en los debates en casa de Manolo a propósito de los pinchos de ternera o de cerdo y este año, como novedad, asisto a mesas redondas en el aula magna de La Fontana de Buda, a eso de las doce de la noche. Qué ambiente, qué ponencias. Nada más llegar, me ponen el mojito, casi sin enterarme, y el plato de frutos secos con el que lucho silenciosamente y que alejo todo lo que puedo porque al final siempre gana él, también en silencio, por supuesto. La hierbabuena de Melilla debe tener, entre otras cosas, propiedades alucinógenas. Antes del primer trago ya te has bebido el sabor por los ojos. Una maravilla. Luego empiezas a ver de todo. Señoras mayores y redondas moviendo el brazo izquierdo, flexionado, y la pierna derecha, danzando como gaviotas; señores con camisas de manga larga (me entran las siete cosas con estos calores) y cinturones a juego con los zapatos, fumándose la noche en forma de puro; jovencitas ataviadas con gasas y de miradas intensísimas, casi bizcas, aliñadas de alcohol y de otros furores… Se aprende muchísimo a estas horas.
La madrugada ha sido siempre una de las mejores escuelas, puedes participar u observar tranquilamente, con el sosiego que da el aliento del mar y la música chill out… No, no estamos aquí para pensar, me dice Salva, que en lo que me da por hilar mis pensamientos ha hilado él cuatro cervezas, cosas, le digo, que tenéis los artistas, mientras su mirada se pierde entre los barcos y sus mujeres.
Cuando llega el segundo mojito ya estoy acordándome de algunos amigos que no estarán por aquí este verano. Seguro que andan aprendiendo otras historias y otras vidas y otras alegrías estivales. Este sorbo va para ellos. Ya me estoy poniendo sentimental. Debe ser el azúcar moreno o morena, según la orientación de cada uno. Qué paladar tan bueno te deja en la boca, mezclándose poco a poco, al mismo ritmo lento que tiene la brisa en este lugar tan especial, con los años que han pasado y los que están por pasar, con los rostros conocidos y por conocer… Cuando nos levantamos de los tresillos blancos en busca de nuevas compañías se me van los ojos al cargadero, a su soledad afortunada, a sus silencios, tal vez uno de los rostros de la quietud. En fin, que Salva tiene razón. La próxima conferencia la tenemos a unos metros. No cabe un alfiler. Que viva el conocimiento y la hierbabuena.


José María García Linares (13/07/2009)