lunes, 21 de septiembre de 2009

LA LLUVIA


Llegaron antes de ayer. Se instalaron en el horizonte y no se mueven. No hay ni una mota de aire enganchada en las palmeras. La mirada se vuelve gris. El pasado luminoso de una orilla va cayendo en ese pozo oscuro y profundo de la memoria en donde, al final, se va depositando todo lo que alguna vez nos hizo felices. También lo que nos entristeció, pero maquillado con tonos pasteles, con acuarelas tenues.
Desde la ventana parecen enormes, superlativas, de formas caprichosas que van metamorfoseándose conforme nuestra imaginación les busca parecidos razonables. Mirar al cielo (mirar el cielo) es un gesto milenario, tan humano como el propio lenguaje. Todo lo que viene de arriba conserva un sustrato mágico, misterioso, increíble. Cuando rompen las nubes a llover, un trozo del tiempo también salta por los aires.
Los cambios estacionales traen consigo soplos de novedad. Incluso el verano se hace largo, con todo ese azul que se acomoda en nuestra boca y no nos deja respirar. Necesitamos sentir que la vida cambia, que algo se mueve, que vendrán tiempos mejores cargados con mil cosas, mil oportunidades que nos sacarán de la rutina. Luego, infelices de nosotros, el otoño y el invierno traen lo mismo, inercia, horarios y demás. Por eso gusta quedarse con esos días valiosísimos en los que podemos ver que el mundo vive, que muta, que ofrece algo distinto.
Al poco de mojar los tejados y las calles, el olor de la lluvia se convierte en la fragancia de la vida. A mí me recuerda las mañanas de los sábados jugando al escondite con mis primos en el Parque Hernández. No nos íbamos aunque nos sorprendiera el chaparrón. Nos poníamos la capucha del chubasquero y seguíamos corriendo. Era un olor tan intenso que filtraba manos, ojos, lenguas. También, aunque eso se descubre muchos años más tarde, el recuerdo.
Los chubascos normales (no estas lluvias torrenciales de riadas y ruinas, de desgracias y muertes que han golpeado con violencia a varias regiones españolas estos últimos días), los que caen en estas jornadas de tránsito rumbo al otoño nos alivian, aunque sea en un primer momento y en lo más profundo de cada uno. Nos asomamos al balcón, sacamos la mano, nos sorprendemos, nos sentimos vivos.
Cada cual tiene su propia manera de vivir la lluvia. Oír su ritmo en los cristales, a media tarde, mientras leo echado en el sofá, es el regalo que tienen para mí estos comienzos. Luego hará frío, no se podrá salir a pasear y el mal tiempo acabará convertido nuevamente en esa costumbre odiosa que nos hará anhelar la primavera. Pero hasta que llegue ese momento, esta suave cortina de agua novedosa encharca mi mañana de domingo de serenidad y perfume.


José María García Linares (21/09/2009)