lunes, 22 de febrero de 2010

TORMENTA



La última borrasca nos dejó sin luz y sin agua. El apagón vino precedido de una tormenta eléctrica considerable y los corrimientos de tierra partieron una de las tuberías del suministro de agua. Mirábamos cada dos por tres el cielo desde la ventana, oscuro y amenazador, mientras el viento sacudía los cristales y las mosquiteras. Ya se sabe. De arriba siempre han venido tanto la bendición como el castigo. ¿Y qué hacemos?, pues esperar, decíamos una y otra vez. Lo cierto es que no vivimos tiempos de sosiego ni de esperas.
Ya lo habían anunciado los partes meteorológicos de las televisiones, ese nuevo género de terror que está causando sensación y que cada día tiene mayor número de adeptos, o adictos, como dice Paz Padilla. Recuerdo haber vivido de pequeño tormentas parecidas y peores. Eran típicas de la época del año, del invierno, y aunque también mirábamos por los postigos del balcón a ver si granizaba, no teníamos esa sensación apocalíptica que los medios de comunicación nos transmiten ahora un día sí y otro también.
Cuando la lluvia, el viento, el frío y el calor se politizan, las alertas pasan de esporádicas a continuas. Ahora la culpa de los temporales las tienen los gobiernos, no las borrascas ni las corrientes oceánicas ni las bolsas de aire frío. Si una carretera se corta por nieve, el Ministerio de Fomento es el responsable. Qué locura la de los extremismos.
Entre las consecuencias de la llegada de temporales está la de la suspensión de las clases de los más pequeños. Aquí habría que recordar que quienes deciden cerrar los centros educativos no son los profesores, sino las Consejerías de Educación, y conviene refrescar la memoria porque empiezan a oírse cada vez con más frecuencias quejas del tipo “caen cuatro gotas y estos no quieren trabajar” junto con otras tales como “y qué hago yo ahora con mi hijo, si no tengo con quien dejarlo”. Habría que ver qué se diría en el caso de que un tejado saliera volando y cayera encima de dos estudiantes en su colegio. Si no van, porque no van, y si van, porque no tendrían que haber ido. Paradoja postmoderna, cuando menos.
Los colegios y los institutos son centros de enseñanza, no guarderías. Sus infraestructuras no están concebidas como las de una residencia, un albergue o un campamento de verano. Si hay riesgo real de que pueda ocurrir alguna desgracia, por pequeña que sea, hay que cerrar. La segunda parte del problema, porque es un problema, es la del cuidado de esos menores en situaciones como ésta. Y es ahí en donde tendrían que entrar los gobiernos, porque si lo que se quiere es producir y producir a toda costa, y para ello es necesario que los dos progenitores acudan a trabajar, cuando se da un caso de alerta meteorológica y cierre de centros educativos (una vez, dos veces al año como mucho) debería existir una cláusula que eximiera a uno de los dos trabajadores de sus obligaciones laborales para poder ocuparse (de nuevo una vez, dos veces a lo sumo) de sus hijos, puesto que no ha habido tiempo para programar o buscar una alternativa, como puede ocurrir durante las vacaciones.
La obligación de una escuela o un instituto es la de enseñar y preparar a sus estudiantes, no la de cuidarlos en situaciones adversas. Si el sistema capitalista es tan feroz que hasta impide esa armonía entre vida laboral y vida familiar habrá que alzar la voz para quejarse, no delegar responsabilidades en quienes no se dedican ni deben dedicarse a ello. O se lucha por ese derecho, el de poder hacerse cargo del propio hijo, o, simplemente, hay que plantearse tener o no descendencia, porque los niños no pueden ser cuidados y educados sólo por terceras personas, ni pueden llegar a los colegios sin desayunar, ni comer solos en el salón de su casa, ni pasarse la tarde a oscuras por la tormenta mientras esperan a que lleguen sus padres de trabajar. Es injusto tanto para los progenitores como para los pequeños.

José María García Linares (22/02/2010)

domingo, 21 de febrero de 2010

CARNAVAL

Cómo está Santa Cruz. Es digno de ver, de escuchar, de sentir y de bailar. Huele a algodón de azúcar por todos sitios. La gente va disfrazada a cualquier hora. Hacen sus compras con la peluca puesta, dan su paseo matinal ataviados de vaqueros y los cochecitos de los bebés parecen carros mágicos llenos de sueños. Todo colorín, todo alegría. Mientras bajábamos del aeropuerto de La Laguna, se iba acercando hasta nosotros una noria majestuosa que parecía darnos la bienvenida a la luz y a la serpentina.
El carnaval se ha colado por todos los resquicios de la vida. Incluso Tuenti, la red social, está disfrazada de confetis. Estaba viendo las fotos de unos amigos y acabé dando una vuelta por otras tantas de personas que no conozco en absoluto. Qué ligereza la de la gente. Puede uno mirar tranquilamente lo que quiera, incluso tomar números de teléfono y direcciones de manera gratuita, sin que pase nada.
Me sorprenden las poses con las que aparecen los más jóvenes en estos entornos informáticos. No me escandaliza, ojo, que uno es muy moderno, pero sí que me choca comprobar que hoy o te haces la foto pensando en que te acabarán contratando en una agencia de modelos o no eres nadie. Es algo generalizado, sobre todo en las chicas. Miradas picaronas, gestos sugerentes, posturas provocativas… Un paraíso para mentes enfermas, para pederastas y violadores. Disfrazarse en estos lugares es bien sencillo, tanto para el que pone la foto como para el que la disfruta, porque ya se sabe que aquí lo de la identidad es lo de menos. El problema es que raramente se queda ese deseo o ese abuso encarcelado en la pantalla del ordenador. Eclosiona, explota, escapa y ensucia la realidad de deshechos demasiado pestilentes.
Una de las primeras cosas que nos enseñan nuestros padres es que no se habla con desconocidos, un conocimiento que si bien parece simple está resultando ser más importante y necesario de lo que se piensa. Ninguna persona con un mínimo de cabeza ofrecería sus datos a voz en grito en la Plaza de España, y sin embargo son miles las que lo hacen por Internet, sobre todo adolescentes, lo cual demuestra, entre otras cosas, que ese supuesto control de las nuevas tecnologías no es real entre las nuevas generaciones, o al menos no es un control seguro y fiable.
Como queda demostrado en el estudio La alquimia de las multitudes, no es cierto que los jóvenes se muevan por Internet como pez en el agua. Se manejan en Facebook y Tuenti, en Messenger y poco más, y los resultados no son muy esperanzadores. Abusos, amenazas, robos de información e, incluso, violaciones. La red está funcionando como un mecanismo desinhibidor de las pulsiones sexuales en donde se puede encontrar todo aquello que se desea. Son tiempos de descargas, y lo mismo puede descargarse un disco de música, un libro o una película que las fotos de una jovencita o de un jovencito en poses sensuales y sexuales.
En un mundo enmascarado como es el digital, en donde ya no hay barreras entre el yo mujer y el yo hombre, porque se puede ser lo que se quiera, llama la atención la ausencia de antifaces que protejan la integridad de los adolescentes. Vivimos en un supermercado globalizado en el que todo se compra y todo se vende, en el que el cuerpo se ha cosificado hasta niveles verdaderamente peligrosos. Los adolescentes están ofreciéndolo sin saber en realidad el alto coste de la oferta. Músculos, escotes, pectorales definidos, labios entreabiertos, largas piernas, abdominales imposibles… todo sin tapujos y a la entera disposición de quien quiera disfrutarlos… Puro carnaval a la entera disposición de quien lo quiera.

José María García Linares (15/02/2010)