jueves, 17 de diciembre de 2009

CENAS DE TRABAJO


Los centros comerciales están a reventar. No cabe un alfiler en los pasillos de las franquicias. Parece ser que donde sí que hay espacio suficiente es en los probadores, vacíos y gélidos, nidos todos ellos de la verdadera crisis económica, que sigue sin perderse una y lo mismo te la encuentras en un mercado que en Zara, por mucha oferta y mucho descuento. La gente coge de aquí, toca de allá, se mira en el espejo de la columna una chaquetita o una bufanda, que enseguida dejan nuevamente en los expositores después de mirar la etiqueta, y de probarse vestidos, pantalones o camisas nada de nada.
Se busca sobre todo en estos días el modelito para lucir en la cena de trabajo. Qué felicidad, qué alboroto y qué alegría poderte sentar y apitracarte con tus jefes, la estúpida de recursos humanos, el compañero de la halitosis y la que tonteó con tu novio, a pesar de que dijera que ella no sabía nada. También, por supuesto, compartir mesa y mantel con algún amigo y un montón de compañeros a los que tienes demasiado vistos y a los que les plantas un beso antes de entrar en el restaurante como si te los hubieras cruzado en meses, y justo esa mañana tuvisteis la última discusión. Qué pereza eso de los besos. ¿Alguien se besa con sus colegas todas las mañanas cuando, legaña en mano, llega al curro? Qué coraje.
Estas cenas salen por una pasta, como todo el mundo sabe. Pagas doblemente, porque al desembolso económico hay que añadir el psicológico, incluso el físico. Todos decimos que no, que hemos venido a desconectar pero luego sale el primero de turno haciendo alguna referencia al trabajo y todo se va a tomar por… Desconectar desconecta uno en su casa, y el que diga lo contrario en estas reuniones, miente. Y como te toque al lado del plasta o de la que no te cae especialmente bien, tú me dirás, aunque es peor tenerla enfrente, por supuesto. Así que antes de llegar al restaurante conspiras con los más cercanos a ti a ver a qué hora van a llegar y si es posible que lo hagamos todos juntos, para colocarnos bien colocados. Antes de llegar ya está uno estresado.
Los entremeses suelen ser espantosos, o lo que es lo mismo, embutido de plástico y croquetas congeladas, porque aquí lo que pagas no es la comida y hay que aceptarlo, tolerarlo y aplaudirlo, que lo importante es pasarlo bien… A los que somos de buen comer nos da igual, dadas las circunstancias. Te zampas el jamón brillante y listo. Y si lo mezclas con una croquetita los matices se disparan. Cuando llega el solomillo frío o el pescado en salsa verde (que en regiones costeras es bien sospechoso eso de que te pongan una merluza con salsa) empieza a darte igual, porque te has puesto de tinto peleón hasta las cejas y todo te hace gracia, hasta la tomadura de pelo del restaurante. Las marcas de los caldos no las conocen ni en las bodegas pero, oye, entra bien. La tarta helada con sirope o el mus (la mus, dicen los finolis) malos no están, así que para qué hacerles asco. Lo mismo acaba pasándote con tus compañeros. Hasta el imbécil podría ser un gran amigo. Total, que después de brindar, soltar cuarenta euros por un despropósito y abrazarte con todo hijo de vecino, te montas en el coche y empiezas a despotricar de unos y de otros y a criticar la panza de Fulanito y las lorzas de Menganita, lo mismo que haces por la mañana pero pagando un dineral ahora por la noche. Ya no voy más, dices nuevamente con tu pijama y tu alkaseltzer como todos los años por estas fechas tan señaladas…
José María García Linares (14/12/2009)