martes, 30 de marzo de 2010

REFLEXIONES


Mi señora inspectora (orientadora, para más INRI) nos anima a reflexionar cuando el índice de suspensos llega al 30%. Es decir, que con un 70% de calabazas, hay que ponerse concienzudamente a analizarse, incluso a psicoanalizarse. Yo, que he tenido un 74% de cates en Primero de Bachillerato (Calisto es el escudero de Don Quijote o “Melivea” con ‘v’ se toma un veneno y se hace la muerta) y que no estoy para gilipolleces burocráticas por cuestiones de salud mental, me he plantado aquí en Melilla agotado de tanto avión y con la conciencia más tranquila que la de la inspectora, por supuesto. A ver qué hago yo con veinte exámenes en blanco sobre La Celestina. Uf, que espanto.
Mi Odisea particular ha sido esta vez más llevadera. Desde las siete de la mañana hasta las cinco y media de la tarde. No está mal. No nos han dejado tirado en ningún aeropuerto y los vuelos han sido muy tranquilos. Además, con chocolatina y vaso de agua en Binter Canarias y cacahuetes con Coca Cola en Air Nostrum. Menos da una piedra. Esperaba encontrarme con la nueva línea de Air Europa, esa que iba a operar con Melilla, y resulta que se la ha llevado Nador. Seguimos igual, pensaba, hasta que entré en la nueva terminal del aeropuerto de Málaga. Sagrado Corazón de Jesús…
Recuerdo que la primera vez que viajé con mis padres a la capital malacitana nos quedamos perplejos con esa entrada majestuosa que, por entonces, parecía grandiosa e inigualable. Caminabas y caminabas y parecías no avanzar por ese suelo brillante que multiplicaba las distancias y la imaginación. Aquellos paneles gigantes, mostradores infinitos, el techo que se perdía en el espacio. Exageraciones de niños y de poetas, por supuesto, pero así era. Después la edad lo llenó de incomodidades, de suelos sucios y mostradores vacíos, a pesar de que hubiera tantos. Los asientos para la espera estaban comidos de roña y el control de seguridad era peor que las reflexiones de mi inspectora.
Así que cuando arribé al nuevo edificio, previo paseo andando desde el avión hasta la terminal, sin jardinera, quedé perplejo. Hasta una sucursal de la librería Luces me encontré frente al Starbucks Café, cuyas neveras ofrecían unos bollos como nunca antes visto en aquel aeropuerto. Bueno, la librería también contaba con un buen género, bolsillesco, todo hay que decirlo, pero eran las cuatro de la tarde y no había comido más que aquellos tristes cacahuetes. Luego las puertas de embarque. Ya no estamos en los bajos, en esa especie de almacén húmedo de IKEA con carteles en árabe. No señor. Tenemos nuestra puerta junto con la de Las Palmas o Barcelona, y eso anima, claro que sí, después de tatos años de ostracismo.
Ahora, lo que no cambian son los aviones. Qué ruido tan molesto. Estuve a punto de pegar la carcajada cuando la señora azafata (que también hace las labores de orientadora, aunque aquí más necesarias y verdaderas) nos dio las gracias por escoger ese vuelo de Iberia operado por la compañía Air Nostrum. Como si hubiera otra posibilidad. Menuda coña guarda esta gente. En fin. Ya estoy aquí. He desayunado churros del Mantelete, como dicta la tradición. Dentro de un rato, igualmente, estrenaré unos calcetines que me ha comprado mi madre, por aquello de que no se me caigan las manos el Domingo de Ramos. Estaría bueno. Con lo que he tardado en llegar, y encima manco. Y además me he traído a la parienta.
José María García Linares (29/03/2010)