lunes, 21 de junio de 2010

SARAMAGO


El sábado, a eso de las tres de la tarde, mientras nuestros telediarios interrumpían continuamente su particular orden del día para conectar en directo con Estocolmo y no perder detalle de la boda real de la heredera al trono de Suecia y su entrenador personal, una pequeña parte del mundo, un poco más, centraba su atención en la apertura de la capilla ardiente de Saramago en Lisboa. “¿Llevará la corona de su madre? Buenas tardes, María Teresa. ¿Será el vestido sencillo o barroco? ¿Estará más guapa que nuestra Letizia? ¿Y nuestra reina, lo elegante, como siempre, que ha venido?” Qué pena de país, éste en el que vivimos. Qué ridículo. Qué chismoso y qué cortesano. Iremos a peor, porque todo es empeorable. Para eso están los resultados de las pruebas de diagnóstico que se han hecho en cuarto de primaria y que han vuelto a señalar la incapacidad española para entender lo que se lee, incluso para sumar y restar. En fin. Nuestros pequeños son los que me mejor modelan la plastilina, y con eso basta. ¿Leer? Eso está pasado de moda. Competencia lectora, la llaman ahora todos aquellos políticos y pedagogos incompetentes que jamás han leído ninguna novela del Nobel portugués y que seguro que en estos días, si se les pregunta públicamente, dirán que “hemos perdido a un gran escritor pero nos queda su obra”, para el que la quiera y pueda leer, olvidan remarcar, porque lo que es nosotros…
Hace dos años, la Fundación César Manrique, en Lanzarote, organizó una monumental y modernísima exposición sobre la vida y la obra de José Saramago, que conjugaba distintos lenguajes. Músicas, textos, videos y fotografías se mezclaban en los expositores, y para sus lectores y admiradores fue un regalo inolvidable. También lo fue para él, que se encontraba saliendo de la penúltima gran recaída. Recuerdo que había una pequeña sala en la que, mediante proyectores, llovían palabras por todos los rincones, incluso resbalaban por el propio cuerpo del visitante. Palabras para los ojos, las bocas, la piel. Toda una piel de palabras. Quizás una manera metafórica de respirar su universo. De todo ese universo de Saramago me fascinó el componente maravilloso, sobre todo el de las obras escritas antes del Nobel, quizá porque fueron concebidas y materializas sin la presión de saber que miles de personas iban a estar pendientes de ellas. Hasta ese momento era la obra la que hablaba sola, la que irritaba, la que defendía, la que denunciaba y la que tras de sí presentaba a un autor. Después, como suele pasar en estos casos, la persona fue más importante que la novela, y se escuchó más su voz que su palabra escrita, sin éxito, porque a pesar de lo denunciado, todo ha seguido igual. Tal vez, ese sesgo, esa fisura, sean las que evidencian hoy la soledad, la imposibilidad, la tristeza. ¿Es hoy posible decir NO? Es decir, más allá de que se pueda o no pronunciar el adverbio, ¿sirve para algo hacerlo? El vacío que deja Saramago, al menos para quien esto escribe, está precisamente en ese punto, en el intento fallido de su voz física. La otra, la voz literaria, seguirá hablando, pero de otra forma, de una manera inútil, como solo sabe hablar la literatura en un mundo de bodas reales, mercantilizado, ignorante, devastador e impersonal, capaz de ahogar al hombre y su metáfora ¿Sirve para algo esto de escribir novelas? No, pero esto lo sabe cualquiera que las lea o las escriba, de ahí que las escriba y las lea. Seguramente, por ello, esta sensación que tengo de acabamiento, de final injusto, humanamente injusto. Porque se apagó una voz luchadora, denunciante, y porque el olvido acecha a la letra y a los maravillosos ojos de Blimunda.
José María García Linares (21/06/2010)