lunes, 24 de agosto de 2009

LA QUE SE AVECINA, VECINA




Hay que ver cómo están las vecinas de San Lorenzo con la plaza multifuncional. Agosto es un mes muy malo para los enfermos mentales, que se desquician por el calor; para las parejas, cuyos miembros acaban hartos el uno del otro (con lo bien que estaba ésta currando); y para las comunidades de vecinos, desesperadas, entre otras cosas, por las vomitonas que el hijo de la del segundo pega todos los sábados de madrugada a la entrada del portal, los chillidos de la ordinaria del ático y la bachata insoportable de los sudamericanos del tercero. Se acaba el mes, y los ánimos están cada vez más encendidos.
Aunque esté feo señalar, una de nuestras vecinas, la más apocalíptica y desventurada, le quita el sueño la proximidad de la feria. Para colmo de males, lleva todo el año aguantando ruidos, malos olores, pitadas de coches, botellones y demás incomodidades que la habilitación de espacios como éstos, tan céntricos, traen consigo. La otra, feligresa hasta las trancas de la cofradía de nuestro padre Imbroda, aplaude la ubicación porque tiene niños pequeños y lo pasan allí divinamente, juegan a la pelota, comen pipas con los amigos, fueraparte, como diría la divorciada del cuarto que deja la basura en el descansillo (no es machismo, es que ellas siempre se quedan con las casas), de la revalorización que una plaza como ésta supone para su pisito en la zona. La tercera vecina, en pos del orden y la diplomacia, da una de cal y otra de arena, porque una comunidad es como una familia, y hay que velar también por el bienestar del bloque.
No es por meterme, que a mí no me gusta criticar, pero habiendo visto durante el verano a la gente haciendo su botijo por las inmediaciones, a decenas de jóvenes vestidos y sin vestir duchándose en la fuente, como si aquello fuera un parque acuático (propio de ciudades subdesarrolladas), con el mar a escasos metros y a pseudocantantes gritando a las tantas de la noche, voy a tener que darle la razón a la primera vecina. Desde luego que, si yo tuviera allí mi casa, tendría las carnes abiertas de pensar en la que se me avecinaría con la Feria del Mar.
Me acuerdo ahora de mi vecina Esther y de su madre, Sampedro, que han vivido toda la vida debajo de nuestra casa y que estaban cada dos por tres subiéndonos arroz con leche, flan, roscos fritos y pinzas de la ropa, y me las imagino dando voces con mi padre por el patio poniendo de vuelta y media la plaza de los demonios mientras mi vecino, Diego, también pega los suyos porque el calentador es una mierda y no sale el agua caliente. Para escribir notitas estábamos. Nuestro barrio nunca tuvo el caché de San Lorenzo; ahora, mosquitos por un tubo, le digo a usted (como los que van a tener los próximos vecinos de la esquina del Paseo Marítimo, tan cerquita del río y de su peste, por muchos millones que valgan los pisos y los áticos, azoteas en mis tiempos).
De modo y manera que se llevan las casetas del Parque Hernández y las ponen en mitad del cogollo, al contrario de lo que se está haciendo en la mayoría de las ciudades españolas. Que se aguanten ellos un poquito que nosotros tuvimos lo nuestro, estarán pensando los vecinos de Avenida de la Democracia, Avenida Juan Carlos I, calle O’donnell, calle Luis de Sotomayor y demás vías céntricas, hoy relajados, serenos y felices, cuyo derecho al descanso se ha pisoteado sistemáticamente año tras año con la anterior ubicación ferial. Todavía tienen pesadillas con la Chochona engullendo una hamburguesa en Europa 3, ya tú ves.
Total, que les ha tocado la perra gorda a estos pobres con el Noray a un lado y la Multiruidos (parece un zumo) al otro. Tal vez sea una buena terapia ésta de las cartas. Desahogarse y sentirse escuchado es muy bueno, sobre todo cuando se sospecha que las autoridades van a hacer caso omiso a estas cuestiones (movieron la feria del parque no por el jaleo y las molestias, sino por la conservación de las palmeras, que tenía mandanga el estado en el que acababan). Toda mi solidaridad para quienes ven agredido su derecho al descanso. Les acompaño en el sentimiento y en estas lecturas ya casi septembrinas. Buena suerte.

José María García Linares (24/08/2009)

EL PRECIO DE LAS COSAS


Qué grima más grande. No puedo evitarlo. Eso de ver a los quinceañeros bañarse en la piscina con los calzoncillos al aire me da un repelús que ni les cuento. Dicen algunos que se los ponen limpios para tomar sus baños. Me extraña muchísimo, más cuando a esa edad los hábitos higiénicos, en muchas ocasiones, brillan por su ausencia. Tengo aquí enfrente a uno que no sé qué malabarismos habrá hecho con el bañador que lo lleva más abajo de donde la espalda pierde su nombre, en la mitad de las posaderas, vamos. Todos los días, a esta hora, las cinco aproximadamente, la espera sentado con su Puleva de fresa. Ella llega, esquelética, apenas sin sombra, y ambos se miran,se ríen con sus ortodoncias y se ponen morados de gofres con nata y chocolate. El amor adolescente. Él está trabajando duro, se nota a leguas. Es más feuchillo aunque está haciendo pesas. Un par de músculos y los calzoncillos pueden ser una buena estrategia. Aún así le está costando.
Todas las cosas importantes de la vida tienen un precio. A veces es meramente material, como ese piso que te hipoteca los sueños o la carrera de tus hijos en otra ciudad. En otros casos es mucho más íntimo, casi espiritual, como un beso, un buen recuerdo, una amistad sólida y duradera. En cualquier caso, se trata de aprender a valorar lo que tiene uno a su alcance. Aquí no queda del todo bonito hablar de costes, pero a estas alturas de la historia la cosificación de la existencia no tiene marcha atrás. Tanto es así que no nos conformamos con aquello que se consigue con facilidad, sino que preferimos invertir tiempo y medios, como si el gasto fuera directamente proporcional al objeto perseguido. Quien quiere comprarse un coche no permitiría que, al ir al concesionario, le regalaran un modelo determinado, así como el que no quiere la cosa. Pagarlo es impregnarlo de valía. Imagínense que Kaka´ no hubiese costado un céntimo al Real Madrid (estaría jugando en el Barcelona, permítaseme la malicia).
En una sociedad tardocapitalista, aquello que no vale dinero, que no tiene precio, está automáticamente devaluado, de ahí que bastantes de los servicios públicos no sean considerados por los ciudadanos en su justa medida. Son gratis y por eso pueden maltratarse. Son regalados, por lo tanto no tienen la misma importancia que otros exactamente iguales que sí que cuestan caro. Ocurre con la sanidad y con la enseñanza públicas.
Las Comunidades Autónomas han empezado a costear los libros de texto de los estudiantes de Primaria y Secundaria. Las más pudientes cubren la totalidad del gasto. Las restantes, sólo una parte. Un sistema educativo igualitario debe ser aquél que ofrezca siempre lo mejor a todos los estudiantes, que permita que quienes no tienen los medios suficientes puedan acceder a las mismas oportunidades que los que sí que gozan de ellos. Pagarles los libros a todos es una medida injusta. No se trata de que el rico reciba los mismos beneficios que el pobre, sino todo lo contrario. Que el que no tiene lo que poseen los más pudientes los reciba a través de becas, ayudas y demás.
Ya se ha visto en otras regiones que, al devolverlos al finalizar el curso, los libros están estropeados, rotos, sucios (lo de los plazos es otro cantar. El curso pasado llegaron a mi centro en la primera semana de noviembre). A esa edad, el sentimiento de propiedad privada está muy arraigado. Lo que no es de uno, da igual como se trate. Todo tiene un precio menos, al parecer, aquello que tiene que ver con la educación de los chicos. Cuesta el MP3, las botas de fútbol, el móvil, la pintura de labios… Debe de ser que el gasto educacional escuece más que otros. No lo sé. Lo que tengo claro es que me encantaría que me regalaran la cesta de la compra de principios de mes, la factura del agua y de la luz, la del teléfono y el ADSL, incluso el billete de avión con el que me marcho unos días a la Península. Estaré fuera dos semanas, casi, desconectado del mundanal ruido. En dos lunes nos volveremos a ver. El chico de los calzoncillos ha pagado la cuenta. Gasto material y espiritual, en este caso. Se le ve hinchado (de orgullo y de gimnasio). Lo que cuesta ser joven y aprender a vivir. Esos calzoncillos, hijo de mi vida…

José María García Linares (03/08/2009)