martes, 23 de junio de 2009

TERRAZAS DE VERANO


Esta semana pasada, por fin, inauguré mi particular temporada de terrazas de verano. Es todo un ritual, por supuesto. Se calza uno sus pantalones de lino, que allí la gente es muy mirada, bien fresquitos, una camisa con los primeros botones desabrochados y un colgante de Viceroy y pone en práctica ante los asistentes el cruce de piernas que lleva ensayando todo el año en el sofá, sin olvidar las sandalias, estaría bueno. Sólo cuando te das cuenta de que nadie te mira, pides la caña con las aceitunas pochas, te relajas, resoplas, abres las piernas y te dejas caer en el respaldo como lo que eres, un tío cansado de tanto calor y con la cabeza hinchada como una papaya después de haber corregido 30 trabajos plagados de faltas de ortografía. En ello estaba cuando salieron, gozosas, nuestras autoridades en la tele celebrando el día del español como una fiesta del lenguaje. Lluvia de palabras de papel, poemas kilométricos en sábanas, confetis lingüísticos y demás actividades de ésas que llenan periódicos y que no valen más que para la foto. ¡Oh! Cuatrocientos cincuenta millones hablan nuestro idioma. Qué maravilla. Parece ser que el hecho de que sepan escribirlo importa poco. Mientras en el extranjero crece el número de estudiantes de español, en nuestras fronteras no se hace prácticamente nada por curar su enfermedad ortográfica. En las escuelas son muy pocos los que, junto con los profesores de Lengua, están comprometidos en esta batalla, quizá porque también son muy pocos los que dominan sus reglas, todo hay que decirlo. Como españoles que somos, vamos siempre renqueando. Mientras se proclama a los cuatro vientos que vivimos inmersos en la sociedad de la comunicación y de la información, mientras que se reconoce que en este marco leer y escribir son destrezas fundamentales, nuestros niños y niñas son incapaces de construir un pequeño texto en el que no haya errores, es más, incluso a la hora de copiar enunciados de ejercicios las faltas bullen desde el principio hasta el final. Con lo fácil que sería hacer un programita informático que impidiera escribir mal las palabras en entornos como Messenger, Tuenti, Facebook y demás, teniendo en cuenta la cantidad de horas que los chicos dedican a estos menesteres.
Las terrazas tienen eso, que te dejas llevar por la noche, por la brisa, por el sonido del mar si estás bien cerca, y acabas dándole vueltas a todos esos asuntos agobiantes de los que intentabas escapar. Cómo le dan estas señoras mayores a la ginebra. Qué arte y qué mérito. Deben llevar toda la vida juntándose con sus cardados, sus perfumes estridentes, sus rebequitas por si refresca, Ana María, que luego te resfrías en seguida, pues mi nuera no quiere venir este verano porque aquí pasa mucho calor, tu hijo es un calzonazos, mira que te lo tenemos dicho, bueno, bonica, las cosas de la gente joven, mira tu hija embarazada y sin haber pasado por el altar, pídele al camarero otro platito de cacahuetes, que éstos están manidos, qué fresquito es el gintónic y lo bien que lo preparan aquí, y lo que le gustaba a tu marido, que en gloria esté, en la gloria estoy yo, qué mala vida me dio, Charito, qué mala vida, anda, hija, no te pongas ahora tristona, termínate la copa que te pido otra, ¿te gusta?, de Punto y Roma, a mitad de precio en El Corte Inglés, no es porque esté más llenita, Amparito, es que la otra falda estaba ya muy estropeada…

José María García Linares (22/06/2009)