miércoles, 12 de septiembre de 2012

LA FIAMBRERA



Estaba yo imaginándome a Esperanza Aguirre apoltronada en un sillón del Eurovegas, con su puro y su copita de aguardiente, victoriosa, haciendo chascarrillos con el magnate Adelson sobre las leyes que se habían saltado para poder estar allí cascando la mar de bien, cuando la realidad, el día a día, se ha impuesto a golpe de tupper y ha terminado ajustando cuentas con mi ácida fantasía. Una madre llorosa e indignada le lanzaba ayer una fiambrera vacía a la presidenta de la comunidad de Madrid en la inauguración del curso escolar como queja ante los recortes que están haciendo muy difícil la vuelta al colegio. Se acabaron las ayudas para los libros, para el transporte escolar, para los comedores, es decir, para casi todo.
 En este país hemos acostumbrado muy mal a las familias en dos cuestiones fundamentales. La primera, que todo lo referido a la educación debe ser gratis. Hay dinero para unas zapatillas, para la tarifa plana de internet en el móvil del crío, para un ordenador portátil, pero no lo hay para los libros de texto, y por eso se han estado regalando, parcialmente, tanto a quienes podían pagarlos como a quienes no, en vez de garantizarle la totalidad del material a aquellos que no podían permitirse su adquisición. Y en segundo lugar, las familias se han acostumbrado también a que desde por la mañana hasta bien entrada la tarde, la institución escolar se encargara del cuidado de sus hijos. Se les daba el desayuno, la comida y la merienda. Hasta la siesta se ha llegado a hacer en los centros de enseñanza. Ayer se recogían testimonios en los medios de comunicación realmente asombrosos, si los analizásemos con sesera y con calma. Varias madres, incluso especialistas, clamaban porque el almuerzo en el colegio era, posiblemente, la única comida en condiciones que los chicos y chicas hacían a lo largo del día. Cómo iban a llevarse ahora los estudiantes el tupper con los macarrones fríos a la escuela, cómo no iban a tener, al menos, una comida caliente al día…
Más allá de que se pague o no la comida de los colegios, más allá de que lleven el filete empanado y correoso en la fiambrerita, lo terrible de la situación, al menos desde el humilde punto de vista de quien esto escribe, lo realmente dramático es que se pelee no para que el niño pueda comer en su casa, sino para que lo haga en la escuela. Es decir, hemos interiorizado que nuestros hijos tienen que comer en los colegios, y además de forma sana, sin bollería industrial, fritos ni chuches, que tienen que educarse en el colegio, que tienen que descansar en el colegio y que tienen que solucionar sus problemas en el colegio. Evidentemente no lo hacen porque sus padres no quieran tenerlos a su lado (aunque son muchos ya los casos en que sí que es así). Los niños comen lejos de sus familias porque en este país no se hace nada para conciliar la vida laboral con la familiar. Miles de chicos crecen solos, se hacen adolescentes solos, aprenden a vivir solos y acaban convirtiéndose en desconocidos para sus progenitores. Basta ver el horror que la mayoría de padres y madres sienten con la llegada de las vacaciones. Si de ellos dependiera, jamás habría periodos vacacionales.
Recuerdo que mi madre me preparaba la fiambrera cuando íbamos de excursión a los pinares de Rostrogordo. Era un día especial. La ausencia de mis padres hacía la jornada extraordinaria. No te vigilaban, no te azuzaban para terminarte las lentejas, no ten mandaban sentarte a hacer la tarea. No quiero ni imaginarme cómo será la vida de un chaval cuando lo extraordinario sea comerse las mismas legumbres pero en compañía de su familia.
José María García Linares (11/09/2012)