domingo, 13 de septiembre de 2009

BOTELLÓN, BOTELLÓN


Descubrí el botellón tarde. Antes de irme a estudiar a Granada, en la segunda mitad de los años noventa, no era yo muy dado a beber a la intemperie ni de trasnochar. No había salido aún de mi crisálida melillense, arropado como estaba por mi familia y mi propia percepción, todavía inocente, de lo que era mi vida. Recuerdo que la primera copa que me bebí con mi hermana, ya universitario, me dejó tan listo que tuve que apoyarme en una columna de un local de mala muerte tras haber bailado como Lola Flores. Con el tiempo te acostumbras (no a bailar como la Faraona, sino a beber), porque España es un país de bebedores, y, tal vez, éste sea un factor determinante que se olvida en el debate social a propósito del botellón. La gente joven bebe mucho, por supuesto, pero la que no es ya tan joven bebe lo mismo o más, lo que ocurre es que paga un precio económico superior por lo que ingiere. A ver quién bebe zumos o agua fresquita en una feria, en un bautizo, en una boda o en un bar de tapas. Un porcentaje muy bajo.
Por aquel entonces (cuando era estudiante), nos movíamos primero por un espacio cercano a la antigua estación de autobuses granadina y, años más tarde, por la plaza Gran Capitán. Estábamos allí con las bufandas, los guantes, algunos con su gorro, bebiendo y comiendo pipas a cero grados, incordiando a los vecinos. Cualquiera se pagaba un cubata en un pub de la calle Pedro Antonio. Cuando tuvimos piso propio, algunos amigos y yo nos mudamos a aquella amable sala de estar con calefacción, sofá y aparato de música, y continuamos allí haciendo nuestro particular botellón. No molestábamos a nadie, pero seguíamos bebiendo.
A las autoridades nunca les ha importado que los jóvenes beban. Perseguir el botellón por lo que a consumo de alcohol se refiere es un acto hipócrita y demagógico, porque lo de Pozuelo (no los actos vandálicos, puntuales y minoritarios) lleva ocurriendo en España desde hace décadas, es decir, beber en la calle. A nuestros políticos lo que les preocupa, y con razón, es el descanso de los vecinos, la limpieza de la zona y el respeto por el mobiliario urbano, pero no lo dicen. Vivimos, no lo olvidemos, en una sociedad del bienestar. Tan fácil como llevarse el botellón a un descampado, donde no se moleste a nadie. Sería interesante ver qué pasaría si, en lugar de hacerlo en la vía pública, la gente pudiera pagarse sus copas y beber en los locales. ¿Le preocuparía a alguien el consumo? Seguramente no. Ojos que no ven, corazón que no siente. La realidad, evidentemente, es otra.
Crecemos viendo beber a nuestros mayores, viéndolos brindar en las cenas familiares, en los bautizos y en las bodas, tomando las cervezas con sus tapas. Acabamos bebiendo, claro, aprendemos a beber. Es parte de nuestra cultura. Cuando era pequeño, la bebida, en mi familia, era cosa de mayores. Si ahora es asunto de menores es porque en las casas están fallando muchas cosas. Véase si no la sentencia de tres meses sin salir más tarde de las diez para los energúmenos de Pozuelo. En mis tiempos eran nuestros padres los que nos ponían una hora para llegar por la noche. Menudos jueces. Eso sí que eran sentencias. Cualquiera recurría. Y míranos qué guapos. Sin traumas.


José María García Linares (14/09/2009)