miércoles, 21 de enero de 2009

DIETAS


A pesar de que diciembre se alargue mágicamente hasta la festividad de los Reyes, el mes de enero siempre me ha resultado demasiado largo por lo que tiene de desalentador y de penoso. El frío, en mi caso, es lo de menos, porque las bajas temperaturas me ayudan a respirar mucho mejor que los sudores veraniegos y eso, para un asmático convencido como éste que hoy escribe, es, más que un punto a favor, casi una liga.
Enero me desanima porque es tan pesado como la espera en el aeropuerto, rumbo a casa y al trabajo, o desesperante como la cola en el mostrador de Clever para reclamar el equipaje (es el tercer año consecutivo que me pierden la maleta. Ni huelga, ni nieve, ni niebla. Iberia). Pero, sobre todo, mi enero, y el de muchos, es triste y patético porque es el mes de la dieta. Se me llena el estómago de gusarapos de tanto té sin teína, jamón sin sal, queso sin grasa y vida sin gracia. Una nevera no en rebajas, sino rebajada.
Lo mío, en vez de un tratamiento de choque, es ya una costumbre sana (basta de ser políticamente correctos. Es insana. Voy lampando por un pedazo de chocolate, onza que diría la gente fina, y el kiwi me produce acidez).
Después de las Pascuas media España está intentando o bien abrocharse el cinturón, o bien apretárselo, pero en cualquier caso, la hebilla no llega al agujero deseado.
Ha pasado el tiempo de los buenos deseos, de la felicidad y la fraternidad y ahora le toca el turno al endocrino, a la alcachofa en caldos y cápsulas, los rooibos, las manzanas en los recreos, el café con sacarina, el pan en sueños y a las novenas en Naturhouse. Es algo que ya se intuía, claro, a ver quien no ha oído, o dicho, durante las Navidades pasadas la típica frase de “hay que ver qué hartura de comer” o “a ver si terminan las fiestas que me estoy poniendo…” como si alguien nos hubiera apuntado en la cabeza para que comiésemos hasta reventar. Que la delgadez es un síntoma de coquetería es algo ya indudable. Es cierto que los kilos de más no ayudan ni en tiempos de crisis, pero esta presión de y por la imagen y la belleza resulta insoportable.
Qué rápido cambian los valores. Recuerdo con total claridad cuando, siendo niños, mi tía Maruchi nos traía a casa una de sus monas cubiertas de azúcar y me plantaba dos besos ensordecedores para, a continuación, decirme, tan orgullosamente, “hijo, qué guapo estás, qué gordo”. Y eran verdad las dos cosas. Pero para ella, que había pasado hambre después de la guerra, la gordura era salud. Como sus coloretes.
Así que no sé a qué se debe el revuelo que ha montado la foto de Soraya Sáez de Santamaría en la portada de El Mundo. Si no se llega por las ideas, habrá que hacerlo por la imagen. Miren a Beckham en el Milán, sentando a Ronaldinho.
José María García Linares (21 /01 /09)