martes, 27 de marzo de 2012

UNA LÁGRIMA CAYÓ EN LA ARENA


Siempre he sentido debilidad por Peret. Sus canciones serán mejores o peores, más puras o más impuras, pero tienen un ritmo que no te digo hasta por dónde se te mete. La guitarra alevantada, porque aquí la ‘a’ es obligada, el baile de pantorrillas, los pantalones de campana, los palmeros por detrás… Un despliegue de gracia y salero. Y qué me dices, lector rumbero, de ese dedo señalándote al compás, como diciéndote “oye, que esto es pa ti”. Qué duende, quillo, qué arte.
Y me tengo que acordar aquí de una canción de Peret a raíz de los resultados de las elecciones andaluzas. La letra, más o menos, decía “Me pediste un voto / me pediste un voto/ a la orilla del mar. / Como no te lo daba, / y, como no te lo daba, / te pusiste a llorar.” Este Arenas, como bien dice un amigo mío, pierde hasta cuando gana, y eso que iba a sacar la mayoría absoluta y que las encuestas vaticinaban una diferencia de unos 14 puntos que, finalmente, no fueron más que uno.
Total, que ayer fue otro de esos días en los que todo el mundo había ganado unas elecciones. Los socialistas, los populares, los izquierdistas y los de Rosa Díez. Hasta los abstencionistas estaban de enhorabuena, esta vez con unas cifras dignas, al menos, de una reflexión seria y sosegada por parte de la curia política. Qué verdad es que el que la hace la paga. La formó Zapatero atacando con los recortes a las clases medias y nunca se lo perdonamos. Ahora Rajoy ha hecho lo propio y, mira tú por dónde, ha perdido en Andalucía medio millón de votos, más los que decidieron ni votar, en cuestión de meses. A él se le ve poco, pero el plumero lo tiene expuesto en todos sitios. Los ciudadanos vieron que, nada más ganar las elecciones, puso en práctica todo lo contrario a lo que prometió. ¿Por qué no iba a ser ahora igual? El PP pospuso la aprobación de los presupuestos generales del Estado para, una vez Andalucía vestida de azul, como la muñeca, hacer nuevamente lo que no habían dicho. Y esa reforma laboral apadrinada por la OCDE…
Ay, Arenas, si es que no quisiste ni ir al debate, de lo creído que te lo tenías. Con lo bien que te hubieran tratado en Canal Sur, allí con tu copita de fino, tu María del Monte, tu bandera del Betis. Claro, fueron los izquierdosos a debatir ellos solos, y también se te vio a ti lo que no se te tenía que haber visto. En fin, nuestras cosas. Cómo es posible, decían ayer en las radios, que después de lo de los ERE vuelva a ganar allí la izquierda. Pues por la misma razón que, después de lo de Camps o Matas, gana en Valencia y aledaños el PP. Semos diferentes, que cantaban Sabina y Torrente. Está ya la Semana Santa detrás de la puerta y en nada los ánimos se calman con el olor a incienso y calamares fritos. El Gran Poder, La Soledad, La Macarena… Todo el mundo junto y caminando por la misma senda. Ole, ole y ole, la Blanca Paloma (que también está al caer, en dos meses o así), con su polvo y su camino, sus hermanos de derechas y de izquierdas, su verja y su Pantoja.
Dicen que va a llover el jueves y el viernes santos. Falta tenemos. Como no sigan cayendo lágrimas en las arenas nos vamos a asfixiar, aún más, este verano.

José María García Linares (27/03/2012)

lunes, 26 de marzo de 2012

A PROPÓSITO DEL INFORME PISA


Cuando hablamos de la vida en un estado del bienestar estamos refiriéndonos a un estilo de existencia que va mucho más allá del mero hecho de poder tener cubiertas nuestras necesidades materiales básicas. Hablamos, sobre todo, de formaciones sociales en donde el comportamiento de los ciudadanos difiere considerablemente del papel que éstos desempeñaban en estadios sociales anteriores. Se vive bien y vivir bien es el objetivo, por encima de cualquier otro. Y vivir bien significa tener.
            Los estados del bienestar son hijos de las sociedades democráticas, como puede suponerse. Hay determinadas libertades garantizadas, servicios sociales que deben ser iguales para todos, equiparación entre los sexos, participación ciudadana, etc. Progresivamente, conforme esas sociedades democráticas se van desarrollando, encuentran su inteligibilidad, como apunta Lipovetsky, en función de una lógica nueva que se conoce como personalización y que remodela en profundidad todos los sectores de la vida en sociedad. Esa remodelación, entre otras cosas, supone romper con sistemas de socialización que estuvieron vigentes un poco más allá de los años cincuenta del siglo pasado, es decir, aquellos sistemas que respondían al modelo disciplinario-revolucionario-convencional. El modelo de socialización disciplinaria es sustituido ahora por otro mucho más flexible, basado en la información y, sobre todo, en la estimulación de las necesidades del ciudadano, de la persona, de tal manera que son los deseos de la persona, su propio desarrollo personal, lo que el ciudadano entiende como prioritario.
Así, estas sociedades gestionan (término capitalista) los comportamientos no por la tiranía ni la coacción, sino por el mínimo de obligaciones y el máximo de elecciones privadas posibles, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo. Son, no lo olvidemos, sociedades tardocapitalistas, en donde hasta los sentimientos pueden comprarse y venderse. Es evidente que es la revolución del consumo lo que ha posibilitado el desarrollo del individuo libre como valor fundamental. Libre para comprar y vender, claro, incluso para comprarse o venderse. Las instituciones, de este modo, se van adaptando a las motivaciones y deseos de sus ciudadanos, incitando a la participación, habilitando y gestionando (otra vez) el tiempo libre, el ocio, etc. Surgen nuevos procesos que son inseparables de los nuevos fines, esto es, de los valores hedonistas, el respeto por la diferencia, el culto a la liberación personal, al relajamiento, al humor, a la expresión libre. Hasta hace unas décadas, la lógica de la vida moral, política, escolar, etc., consistía en sumergir al individuo en reglas muy estrictas y uniformes. Ahora esa imagen de rigor ha desaparecido en virtud de la legitimación del placer, del desarrollo de la personalidad íntima, del derecho a ser uno mismo. Hay que insistir en que este modelo no se fragua de un día para otro y que, por tanto, por lo que afecta a nuestra argumentación posterior, no se puede alterar tampoco en un breve espacio de tiempo. Es todo un sistema cuyas implicaciones no sólo afectan a instituciones o estructuras económicas, sino también a las mentalidades de varias generaciones que, lógicamente, asumen como normales. Tal vez si tuviéramos que decantarnos por uno, el máximo fin al que aspira buena parte de la sociedad hoy en día es al de vivir sin represiones. Sobra decir que la institución escolar no es más que un reflejo de la sociedad en la que está desarrollando su labor, y que los estudiantes, igualmente, lo son de sus mayores. Por tanto, también para los alumnos uno de sus mayores fines es el de la ausencia de represión, pero una represión, por otra parte, que no tiene la carga ideológica de formaciones sociales anteriores, sino que, básicamente, significa ausencia de obligación.
            Estas sociedades están compuestas, pues, por individuos hedonistas, es decir, centrados en la consecución del placer, en alcanzar sus deseos, en desplegar su yo más íntimo. Ciudadanos, podríamos decir, narcisistas, más pendientes de su propio reflejo que de lo que ocurre a su alrededor. Individuos atentos a sí mismos, que se piensan libres (y que por eso no se rebelan). Qué mejor ejemplo que el del uso mayoritario que se le da a las redes sociales, en donde freír una croqueta es un acto merecedor de ser comunicado, por ejemplo. Sin embargo, el narcisismo también implica la destitución y trivialización de lo que en otro tiempo fue fundamental. No es que el individuo esté ahora absolutamente desconectado de su realidad, sino que lo importante, lo que fue decisivo en otro tiempo, ha perdido su aura, su relevancia, convertido en mera cáscara, porque ahora lo importante ‘soy yo’. Tal vez sea ese uno de los motivos de la falta de lectura de gran parte de las nuevas generaciones. Se leía para conocer otra vida u otro mundo más allá del propio lector. Hoy, a ese no-lector, le basta con oírse a sí mismo o leerse a sí mismo en las redes sociales, por eso la filosofía o la literatura molestan o son superfluas en los sistemas educativos.
            Ese vaciamiento, esa pérdida de aura o substancia, afecta a instituciones como la familia, el Estado, la Iglesia, la política y, sobre todo, y esto es decisivo, al saber. Es el abandono del saber como garantía de éxito social o laboral lo que afecta directamente a la institución escolar y que, prácticamente, no se discute ni se debate. Estudiar, por ejemplo, una carrera en la actualidad no garantiza un puesto de trabajo, es más, los jóvenes están entregando sus currículos en las empresas sin recoger en ellos todos los datos sobre su formación, puesto que estar muy formado puede conllevar que no sean elegidos para ese puesto. Este vacío de sentido del que hablamos es recibido, además, con indiferencia. No parece que importe demasiado siempre y cuando las necesidades económicas estén cubiertas. Con el estallido de la crisis parecen alzarse algunas voces reivindicando el papel social de algunas instituciones que, en cuanto vuelva a fluir el crédito, dejarán de escucharse.
            Desde hace unos años, sobre todo a raíz de la crisis económica mundial que comenzó en 2008, estamos asistiendo, por ejemplo, al descreimiento absoluto por parte de la ciudadanía de sus políticos. Hemos pasado en España en poco más de 35 años de considerarlos salvadores de la dictadura y garantes de nuestros derechos a meros especuladores, ladrones y aprovechados. La institución del trabajo, ese eslogan de que el trabajo dignifica, ha pasado a ser la mayor de nuestras losas, hasta tal punto que la jubilación, antes considerada final de una vida, se percibe hoy como comienzo de otra, tal vez la verdadera “otra vida”, libre de obligaciones y deberes. La familia, de la que hablaremos más adelante, no es hoy modelo para los hijos por una simple razón de falta de tiempo. Los niños llegan del colegio o del instituto y sus padres no están, con lo que la sociedad empieza a querer responsabilizar a otras instituciones del papel educativo que antes estaba en manos de los progenitores. Evidentemente los resultados no pueden ser sino los que son.
            En un contexto como el descrito parece incluso normal que el principio de autoridad haya casi desaparecido. Ya desde Nietzsche, con su “muerte de Dios”, el horizonte epistemológico de las sociedades occidentales es distinto, aunque no en todos los países se instala al mismo ritmo. Ya no existe esa autoridad, ese principio inamovible e incontestable, esa verdad a la que acudir y que daba sentido. El autoritarismo militar también ha caído en el descrédito, después de los abusos cometidos a lo largo de la historia del siglo XX. Si se nos permite en este resumen apresurado dar un salto hasta el ámbito que nos interesa, el papel del padre autoritario también hoy ha desaparecido, como bien señaló en su día Hannah Arendt, sustituido o bien por un progenitor dialogante que no sanciona físicamente (o no debe sancionar porque la ley lo prohíbe) o bien por la ausencia del mismo, ya sea por la desestructuración familiar o, simplemente, porque está todo el día en el trabajo y cuando llega a su casa es demasiado el cansancio para ponerse a discutir con sus hijos, para ponerse a educar a sus hijos. Ocurre un tanto de lo mismo con la autoridad y el prestigio del maestro. El discurso del profesor ha sido desacralizado, banalizado, situado en el mismo plano que el de los medios de comunicación, como por ejemplo internet. Aquí ha ocurrido lo mismo que con el médico, hoy cuestionado porque el paciente acude a la consulta habiéndose informado previamente de su supuesta enfermedad a través de Google.
            Además de esa desacralización de la figura del profesor, que lo es no sólo para el alumnado sino para la sociedad en general, insistimos en que el propio saber ha perdido toda su importancia desde el momento en que, en sociedades como ésta, alcanzarlo supone instrucción y esfuerzo. Cuando el profesorado se queja de la falta de motivación e interés está apuntando precisamente a la clave del problema que hay hoy en las aulas. Cómo se logra en una sociedad hedonista y narcisista que la educación obligatoria tenga algún sentido. No afirmamos con este planteamiento que haya desaparecido la obligatoriedad en todos los ámbitos de la vida, sino que lo obligatorio molesta hoy más que nunca hasta el punto de que, sin hábitos ni entrenamientos de la voluntad, la tarea de enseñar una asignatura curricular se hace muy difícil porque no hay la suficiente respuesta del estudiante para superarla. Desde los gobiernos se intenta paliar la situación innovando a cualquier precio: más liberalismo, participación, investigación pedagógica, instalación de materiales informáticos, etc. Sin embargo, cuanto más se dispone la institución escolar a escuchar al alumnado menos interés suscita en éstos. Es una respuesta parecida a la de los adultos en otros ámbitos de la vida. Cuanto mayores son los medios de expresión que tiene el hombre posmoderno, menos cosas tiene que decir. En el fondo parece que muy pocos están interesados en la cantidad de información y de expresión salvo en aquello que les interese de manera directa. Y esto es una de las constantes del narcisismo social, es decir, la indiferencia por los contenidos que se comunican, el acto de comunicar por encima del contenido de lo comunicado. Hay una selección de la información no por la relevancia de la misma sino por cuestiones como la preferencia o el gusto. Véase si no la cantidad de información que reciben los alumnos sobre métodos anticonceptivos en los centros y el número de embarazos en adolescentes que sigue habiendo en la actualidad.
 La apatía de la que hablamos no es, por tanto, ausencia de información, sino todo lo contrario. El individuo está informado pero cuanta más información recibe, más abandono muestra. La indiferencia de la que hablábamos más arriba no es entonces ausencia de motivación, sino escasez de la misma. Las nuevas generaciones por supuesto que tienen motivaciones. El problema es que dichos motivos no casan con lo que ofrece la institución escolar porque la vida ya no la guía el deber, sino el querer y el tener. La gran victoria del capitalismo, en palabras de Juan Carlos Rodríguez, es precisamente el haber conseguido que hoy se confunda la naturaleza con la historia, es decir, que se piense que el modo de vida capitalista es absolutamente natural y único, cuando no es más que un sistema de producción con una historia detrás, con una fecha de nacimiento y, por qué no, con una de finalización.
            Por tanto, los resultados que ofrece PISA sólo sirven para confundir y desorientar, puesto que a partir de ellos se pretende impulsar reformas, adoptar medidas, paliar deficiencias… iniciativas todas condenadas al fracaso ya que nos encontramos ante problemas de profundo calado social y psicológico que no pueden solucionarse desde la escuela comprando ordenadores. Que los chavales no saben escribir correctamente ni alcanzan los mínimos conocimientos ya lo sabemos todos, no hace falta ningún estudio externo. La desvalorización de la cultura, la ruina cultural de la que habla Jordi Llovet, no es un problema que haya surgido en los centros escolares. Basta oír la radio, ver la televisión o compra un periódico para comprobar errores garrafales de estilo, ausencia de cultura general, incapacidad para hablar en un medio de comunicación, etc. Políticos que desconocen cuestiones básicas de la cultura de un país, lagunas de ministros de cultura clamorosas, portavoces que son incapaces de usar sinónimos…Si de algo está informando PISA es de problemas estructurales que no pueden solucionarse sólo con reformas de leyes educativas.
            Porque una de las causas directas del bajo rendimiento de los estudiantes es la situación que viven hoy las familias españolas. Hemos de recordar, porque parece que se olvida, que la labor docente sólo puede cubrir una parte del proceso educativo de los estudiantes. Para alcanzar el éxito académico se requiere de horas de esfuerzo y estudio después de la jornada escolar. Parece que hemos olvidado que estudiar por las tardes en casa es fundamental. Lógicamente, para conseguir que un joven con 12 años se siente a estudiar motu proprio sus padres, desde bien pequeño, lo han tenido que acostumbrar, es decir, han tenido que trabajar con él el hábito, la voluntad. Al menos era así hasta hace unas décadas. Hoy, sin embargo, salta a la vista que no lo es. O bien los chicos se quedan por las tardes en los centros con actividades extraescolares, mientras sus padres siguen trabajando, o bien los que no las tienen regresan a sus casas en las que tampoco están sus progenitores. ¿Quién le dice al chico que se siente a hacer los deberes? El problema no es que sus mayores estén ausentes por cuestiones de ocio o tiempo libre, sino porque no les queda más remedio. No existe en España una política verdadera de conciliación de la vida laboral y familiar, y tampoco parece que le importe a nuestros gobernantes. Por encima de cualquier necesidad social está la económica, la productiva, algo típico de sociedades postcapitalistas. Por eso sostenemos que, tal y como está concebido hoy el modelo educativo, los índices de fracaso seguirán aumentando, puesto que darle la vuelta a la situación supone dársela también a nuestro modo de vida. Si la voluntad no está entrenada y si los ciudadanos somos hoy hedonistas y narcisistas, es imposible conseguir que los pequeños alcancen los objetivos que les marcamos en las escuelas, puesto que por encima de ellos está su deseo propio, sus necesidades propias que no están dispuestos a supeditar a ninguna obligación que venga impuesta de fuera. No se puede aprobar unas matemáticas o una historia tan sólo con las explicaciones del docente de turno.
            La situación que está viviendo la educación Primaria, en este sentido, es adversa. Según la ley educativa un pequeño no puede repetir más que una vez desde los seis hasta los once años. Es decir, que si repitiera con siete, no volvería a hacerlo hasta llegar a Primero de ESO. Es lógico que, así, en los institutos se quejen los docentes de que sus alumnos no escriben correctamente ni entienden lo que leen. No es necesario ni prioritario hacerlo para finalizar la etapa de Primaria.
            Más allá de estos ejemplos (hay miles, lo sabemos) de lo que se trata es de una falta de atención por parte de las familias, que delegan la educación de sus hijos en instituciones ajenas al hogar familiar. Si el sistema educativo es obligatorio, lo es con todas sus consecuencias, es decir, hay una inversión millonaria por cada estudiante. Millonaria y gratuita, y en vez de ser aprovechada está siendo infravalorada, minusvalorada y maltratada por el mero hecho de ser pública. Y resulta, además, sintomático que el Gobierno no exija todas las responsabilidades que haya que exigir ante la falta de resultados. Como mucho se acecha al profesorado, se le asusta con supuestas inspecciones, se le carga de trabajo administrativo, de informes, de adaptaciones… ¿Qué ocurre con las responsabilidades de las familias? Pondremos un ejemplo muy claro. Los éxitos de las campañas de la Dirección General de Tráfico a propósito del cinturón de seguridad no han dependido sólo de los controles de la Guardia Civil en carretera o en ciudad, sino de un trabajo de concienciación en los conductores apoyado por las correspondientes sanciones económicas. Hoy la mayoría de conductores hace uso del cinturón porque, además de la seguridad, está en juego una elevada multa económica. ¿Qué hubiera pasado si la DGT no hubiera establecido sanciones? El uso, evidentemente, del cinturón, hubiera dependido sólo de cuestiones individuales, de la responsabilidad individual, del miedo personal, etc. Si hubiese dado igual ponérselo que no ponérselo, los resultados de las campañas habrían sido otros.
 Un ejemplo como el anterior apunta directamente a que lo económico, en todas sus dimensiones, es hoy el valor absoluto. Duele lo que cuesta dinero, y aún más grave: sólo es importante lo que cuesta dinero. Salvando las distancias, no olvidemos que los estudiantes no acuden de manera voluntaria a los centros, sino en virtud de una Ley Orgánica de Educación que establece la escolarización obligatoria desde los seis hasta los dieciséis años. Pero esta LOE no puede contentarse tan sólo con los índices de escolarización, es decir, lo importante no debe ser el número de alumnos matriculados sino el trabajo que éstos realizan. Y ese trabajo requiere no sólo de la atención del profesorado, que limita sus actuaciones como mucho a cuatro horas semanales por materia, sino también de las familias, que deben asegurarse de que sus hijos cumplen con sus obligaciones. Cómo es posible que el sistema permita que un chaval de nueve años suspenda ocho asignaturas y no pida cuentas a las dos partes. Claro, aquí volvemos al principio de nuestra argumentación. ¿Qué pasa cuando padres y madres no están presentes? Parece no haber salida.
Esta descarga, en la mayoría de las ocasiones obligada, de responsabilidades en las instituciones como la escolar motivan situaciones como la de atención temprana en los centros, por ejemplo. Los chavales llegan a las siete de la mañana (a veces antes) porque sus padres tienen que irse a trabajar y además se les da de desayunar en los propios centros (¡!). Incluso una actividad tan básica para una familia como la de comer juntos está despareciendo en función de esos ritmos frenéticos de trabajo y de esos horarios indiscriminados. Los informativos de televisión son un ejemplo de dónde está hoy el foco de atención en cuestiones educativas. Que si se cocina en los colegios con mucho aceite, que si la ración de fritos es elevada, que si en las cafeterías hay demasiada bollería industrial… Da la sensación de que asuntos como el número elevadísimo de alumnos por aula, la dificultad para terminar los temarios de las asignaturas o la elaboración de programaciones adecuadas a la realidad no tienen ninguna relevancia, porque además ya no la tienen. Lo importante es que, como hay que dejar a los hijos en los centros desde muy temprano hasta altas horas de la tarde, reciban allí lo que no pueden recibir en casa. Y esto es un problema gravísimo. Estamos hablando de generaciones de jóvenes que están creciendo sin la presencia de sus padres y además con unos horarios de adultos. Chicos a los que desde casa no se les están poniendo límites, ni diciéndoles lo que es correcto o lo que no lo es. Niños que en unos años dejarán de obedecer a sus padres y mucho menos a personas ajenas como un docente, un bedel o un psicopedagogo. Luego nos escandalizamos con el aumento de casos de agresión de hijos a padres…
Los resultados de PISA son manifestaciones de un problema social mucho más importante que saber o no quién fue Calderón de la Barca. Con la cuestión, pues, centrada en otras cosas, parece lógico que los resultados académicos sean nefastos. Cuando por encima del nivel de conocimientos que se deben adquirir está el de matriculación de alumnos, las cifras no pueden ser muy halagüeñas. Las aulas se han llenado de alumnos de muy distinta procedencia, al menos las de los centros públicos que sí que admiten alumnado inmigrante. Además de esa procedencia, los niveles en los conocimientos son también muy dispares. Cada año aumenta el porcentaje de estudiantes con adaptaciones curriculares, unas por problemas reales de aprendizaje, otras porque las lagunas son ya tan profundas, son tantos los años que se ha estado sin estudiar, que el nivel competencial del estudiante no es el mismo que el de sus compañeros, a pesar de ser en casi todos los casos bajo. Hablamos de aulas con casi treinta alumnos en Secundaria y casi cuarenta en Bachillerato, sin perder de vista la problemática de los verbos de los que hablábamos más arriba. El verbo querer es hoy el que gobierna la conciencia de los estudiantes. No es lo mismo tener treinta y cinco alumnos en 1990 que tenerlos en 2012. La paradoja está en que, según la ley educativa de turno, se debe dar una atención lo más individualizada posible… ¿Cómo se prepara un examen oral de inglés para acceder a la universidad con casi cuarenta alumnos en Segundo de Bachillerato?
El problema social no sólo afecta a las familias, sino también al profesorado. Parece que se ha olvidado que un profesor es una persona que ha dedicado sus años de estudio a dominar una materia para luego poder enseñarla. Es cierto que hay muchos casos de profesionales que terminan dando clase porque no consiguieron el puesto de trabajo que deseaban en su momento o se prepararon una oposición buscando la seguridad laboral. Evidentemente aquí deberíamos mirar hacia otros países en donde sí que existen filtros para seleccionar adecuadamente a los docentes y tomar ejemplo. En Primaria ocurre algo parecido. Durante décadas en España no ha habido nota de corte para estudiar Magisterio, y muchas son las personas que han acabado realizando esos estudios porque no pudieron acceder a las carreras que deseaban. Hoy la situación empieza a ser diferente. Sin embargo no es esta la tónica, que por otro lado ocurre en todos los trabajos. Profesionales rebotados, falta de vocación, etc. Cuando hablamos de profesores queremos centrarnos en la gran mayoría que ha dedicado sus esfuerzos a poder enseñar lo que aprendieron a los demás. Y aunque parezca evidente, sólo es posible enseñar a quienes quieren aprender, bien porque así lo desean, bien porque, aunque sin ser caldo de buen gusto, saben de su importancia para seguir progresando en la vida. Es decir, no creemos en esa situación idílica que a veces se nos intenta transmitir desde los despachos de psicólogos y psicopedagogos de que el niño puede ir por gusto a la escuela y que disfruta aprendiendo. No. El niño va obligado (si no se iría a la playa o a montar en bici), lo que ocurre es que si el concepto de deber está lo suficientemente arraigado y entrenado, cuando tiene cierta edad se convierte en querencia. Sé que debo aprobar para poder seguir mis estudios y, por tanto, voy a hacerlo.
Si hemos expuesto más arriba cuál es el contexto social en el que hoy se desarrolla la labor docente, podrá comprenderse la dificultad que entraña la misma y la imposibilidad de alcanzar los objetivos marcados. Recuerdo que, en una ocasión, la Inspección Educativa de turno nos solicitó al centro educativo en el que trabajaba unas medidas de mejora ante los malos resultados en las que no podían figurar sugerencias del tipo “deben estudiar más”, cuando lo que estaba ocurriendo era precisamente eso, que los jóvenes ni siquiera se llevaban en algunos grupos los libros a casa.
La labor del profesor es hoy una caricatura de la que fuera en los años 80 y mitad de los 90. Son profesionales que no pueden hacer su trabajo, que viven diariamente situaciones de tensión, de enfrentamiento, de rebeldía, más atentos a cuestiones de orden público que de enseñanza. Es la vigilancia y el mantenimiento del orden lo que prima en la actualidad en los centros educativos de secundaria, puesto que, como estamos comentando, el alumnado no lleva bien estar allí. Verjas, puertas metálicas, cámaras de videovigilancia… No queremos decir con ello que se estén continuamente generando conflictos violentos, sino que, al carecer de una voluntad y un sentido del deber bien entrenado, gran parte del tiempo de una clase se va en cuestiones que no tienen nada que ver con la asignatura. El desarrollo laboral tiene lugar, pues, contracorriente. Controlar las puertas de acceso para que los alumnos no escapen, vigilar los patios y los recovecos del propio centro para que no haya venta ni consumo de drogas, hacer rondas por los pasillos para mantener el silencio… Y todo eso en horas que deberían emplearse en preparación de materiales, reuniones productivas, coordinaciones entre especialistas, etc. El cansancio, la frustración y el aburrimiento se convierten, así, en compañeros diarios de trabajo.
El problema no es ese supuesto reciclaje al que debe someterse el profesor. Por un curso no se recicla una persona. Es mucho más simple. No se puede enseñar nada cuando o bien no se quiere aprender o bien no se deja que otros aprendan. Volvemos nuevamente a la oposición deseo/deber en una sociedad narcisista. Además, cómo sostener esa necesidad de reciclaje si en el momento en que hay un cambio de Gobierno hay también una reforma educativa. No parece haber un terreno lo suficientemente sólido como para invertir tiempo en formarse. A ello habría que añadir que los proyectos para reciclar al profesorado acaban consistiendo en cursos de formación impartidos en horarios no laborables desde los CEP que, como se sabe, son centros de adoctrinamiento psicopedagógico. Sorprende que haya cursos de risoterapia, juegos en el aula, maneras de hacer una programación, educar para la paz, resolución de conflictos, etc., pero casi ninguno sobre, por ejemplo, novela española contemporánea, nuevas vanguardias artísticas, filosofía española a principios del siglo XXI, etc., es decir, sobre áreas de conocimiento.
 Parte de la desmotivación de la que se habla desde distintos sectores de la sociedad a propósito de la labor docente, además de por la imposibilidad de progresar en la carrera de enseñante, es consecuencia de la grandísima dificultad para realizar un trabajo que de por sí es complejo. Y el apunte parece aquí necesario. La individualidad, el narcisismo y la indiferencia también afectan a los propios trabajadores. Si el yo del alumno se ve coaccionado y reprimido en una institución obligatoria, el yo del profesor sufre también ante la dificultad para expresarse y realizarse. La obligatoriedad educativa, al menos a partir de una determinada edad, chirría en las sociedades contemporáneas. ¿Hay opciones? ¿Puede diseñarse un sistema educativo que contemple, precisamente, la necesidad de una voluntariedad a la hora de estudiar? ¿No cabría la posibilidad de establecer itinerarios diferentes para perfiles diferentes? Todo hace apuntar que no, puesto que las intenciones de reforma pasan tan sólo por la inversión en materiales informáticos o por cuestiones como Religión versus Educación para la Ciudadanía y porque, realmente, estamos hablando de la necesidad de cambios estructurales muy profundos que haría tambalear el statu quo de la clase dominante. En ese sentido, son interesantes propuestas como las de Ruiz Tarragó en La nueva educación o las de Marc Prensky en Enseñar a nativos digitales, ambas inaplicables en nuestro país pero que están señalando posibles vías de trabajo, necesitadas de contextos muy diferentes y de apuestas modernas y arriesgadas. Algún atisbo de novedad creímos ver en ese proyecto de ampliación del Bachillerato en un año hasta que supimos que cursar el primer año sería obligatorio para todos aquellos que decidieran no estudiar Formación Profesional. Un Cuarto de ESO que ahora se llamará Primero de Bachillerato…
Nos hemos extendido demasiado sin quererlo. Somos conscientes de que nuestras reflexiones no pueden funcionar de ninguna manera como radiografía fidedigna de la situación actual que vive nuestro país en materia educativa. Tampoco es ese nuestro objetivo. Pretendíamos, simplemente, dar una visión, seguro sesgada, desde un punto de vista subjetivo que nace de años de investigación y docencia. La escuela es reflejo de la sociedad. Los hijos son reflejos de sus padres. Cambiar la escuela va más allá de la instalación de pizarras digitales y ordenadores desfasados. Incluso no estamos seguros de que pueda cambiarse en un contexto socio-económico como el contemporáneo. Las estadísticas podrán variar. Surgirán (ya han surgido) propuestas inmorales como la de que cobren más los profesores que más alumnos tengan aprobados, que retratan a la perfección el perfil ético e intelectual de parte de nuestros representantes políticos, y que sólo sirven para que Bruselas no se enfade demasiado. Ya pasa en Sanidad con esas retribuciones a aquellos que menos bajas por enfermedad firmen. Habrá variables, por supuesto, pero el problema seguirá ahí. Asistimos a la niñez y adolescencia de generaciones que no comprenden el sentido de la obligatoriedad, que no lo aceptan, con lo que ello supone para la convivencia, para el cuidado del pacto social. No se nace sabiendo lo que se tiene que hacer. Como a comer o a lavarse las manos, el deber también se enseña. ¿Dónde? Primero en casa, después en el colegio.

José María García Linares (22/03/2012)