lunes, 31 de enero de 2011

DÍA DE LA PAZ


La paz del mundo. Sí señor. Hoy me he levantado sintiéndome más Miss España que nunca. Todo debe ser maravilloso, como la gente de Rusia, que decía aquella inolvidable candidata a la cima de la belleza española hace unos años. Lástima que no tenga por aquí una banda de esas para colocármela entre teta y teta, porque con la corona que guardo del Burguer King iba a estar para comerme. Mira que en condiciones normales les tengo manía a las palomas (son sucias y no sirven ni para un arroz). Hoy, sin embargo, las amo infinitamente. Las quiero blancas, con una ramita en el pico en plan Arca de Noé, sonrientes por el cielo, simbolizando la fraternidad, la amistad, lo terriblemente que nos amamos todos. Ay, que me emociono y se me corre el rímel. Esto del día de la paz me supera. Las entrañas se me convierten en campos de espigas doradas por el sol, como nos cantaba aquel cura en las oscuras mañanas salesianas de la infancia, con esa voz de ultratumba y el pestazo a incienso de su aliento; los ojos se me llenan de la luz del mundo y van iluminando mi camino y no puedo si no proclamar a los cuatro vientos que tengo un gozo en el alma ¡grande!, gozo en el alma y en mi ser.

El día de la paz es una buena fecha cuando eres niño. Te perdías media jornada escolar con las canciones, los manifiestos y demás actividades. Podías aprovechar, además, la cercanía de tu enemigo en la fila de al lado para mirarlo con ojos asesinos y desearle que se le cayera al suelo el bocadillo. Con el paso de los años el mismo día es como el de la foca monje, es decir, un día más en ese calendario ridículo de efemérides inventadas por la casta pedagógica. Y para colmo de males nadie te quita horas de trabajo. Tener que recordar que hay que conmemorarlo supone reconocer que vivimos en un mundo en donde la paz no es más que eso, una fecha. El siglo veinte es la prueba fehaciente de que el ser humano es una raza violenta que no sólo se destruye a sí mismo, sino que es capaz de arrasar con el resto de seres vivos. Del siglo veintiuno aún es pronto para hablar, pero sólo en diez años los conflictos bélicos y los atentados terroristas han sido desastrosos. La globalización no es cuestión de comunicaciones, mercado e Internet. Es también la generalización del conflicto.

Desde el primer episodio de lo que se considera la historia de la Globalización, esto es, desde el viaje de Cristóbal Colón a tierras desconocidas, el hombre no ha dejado de destruir. En el momento en el que, hace miles de años, el ser humano supo de la existencia de otros iguales a él más allá de su comunidad, no ha dejado de querer lo que aquellos otros tenían. Y todavía lo sigue queriendo. De ahí que no nos extrañen movimientos y posturas contrarias a colectivos como el inmigrante en zonas de Cataluña y otros lugares de España. La multiculturalidad es un mito más allá de su significado literal (las muchas culturas juntas en un mismo espacio). Se olvida que las culturas, como las religiones, adquieren importancia siempre en oposición a otras tantas como ellas. Por eso no es una convivencia pacífica la que vivimos, sino tolerante, una convivencia en el no-conflicto que puede dejar de serlo en cualquier momento. Parece que una es consecuencia de la otra, pero de la misma manera la violencia puede serlo igualmente, porque tolerar no es respetar, sino aguantar lo que tú no aceptas en pos de un bien común. Y el aguante es como una botella que se va llenando hasta que ya no cabe ni una gota. Podemos tolerar a los otros siempre que vivan en sus barrios, que no ocupen los puestos de trabajo que deberían ser nuestros, que no toquen lo que consideramos que nos pertenece, y, en caso de que lo hagan, podemos devolverlos a sus países de origen. Es lastimoso. Si es a esta paz a la que aspiramos, es mejor que siga siendo sólo un día más en el calendario.

José María García Linares (31/01/2011)