miércoles, 18 de febrero de 2009

TODOS LOS NIÑOS, MENOS UNO, CRECEN


TODOS LOS NIÑOS, MENOS UNO, CRECEN

“Todos los niños, menos uno, crecen. Desde muy pronto saben que van a crecer, y Wendy lo supo de la siguiente manera: un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en el jardín, cogió una flor y corrió con ella hacia su madre. Supongo que en ese momento estaba encantadora, porque la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó: “¡Ojalá pudieras quedarte así para siempre!” Fue todo lo que ocurrió entre ellas, pero desde ese instante Wendy supo que tenía que crecer. Todos nos enteramos de eso a los dos años. Los dos años son el principio del fin”. Así comienza Peter Pan y Wendy, de James M. Barrie. Es una de mis historias favoritas. Lo fue en mi infancia, sobre todo por el contenido fantástico que atesoran sus personajes y la trama en sí, y lo es ahora porque creo que pocos han logrado recoger en un texto lo que significa o puede significar el paso del tiempo. En la escuela, es cierto, nos repitieron hasta el aburrimiento que nuestras vidas eran los ríos que iba a dar en la mar, que es el morir, pero a pesar de la grandeza de Jorge Manrique, a nuestra edad, por entonces, Peter Pan era muchísimo más asequible, porque mezclaba esa verdad con toda la magia habida y por haber y hacía mucho menos pesada la carga, además de que con esos años la mayoría de los niños se sienten eternos.
El temor a crecer, a envejecer, a olvidar. Qué bien escrita está la última novela de Ana María Matute, Paraíso Inhabitado. También su protagonista es una niña y también hay momentos en los que llegas a creer que es posible detener las agujas del reloj y de que Adri permanezca así, feliz, de lectura en lectura y de juego en juego con su compañero, para siempre. Sin embargo esa infancia paradisiaca se va deshabitando poco a poco, y apenas unas luces van quedando a lo lejos, en la distancia, como el único hilo capaz de amarrar el recuerdo. Es una novela magnífica, como no podía ser de otra manera. “Tal vez la infancia es más larga que la vida”, dice en un momento Adri, ya adulta. Vivimos mirando lo que fuimos, sabiéndonos cada día más lejos de nuestro pasado, que jamás nos abandona. Ese “nosotros vivimos de lo pasado y perecemos en lo pasado” que decía Goethe. Siempre seremos niños arrancados de nuestra infancia.
Ha llegado recientemente a la cartelera de los cines El curioso caso de Benjamin Button, en donde el protagonista, interpretado por Brad Pitt, nace con el aspecto de un anciano de ochenta años, con sus dolencias, y con el paso del tiempo va rejuveneciendo, es decir, va recorriendo el camino en dirección contraria, aunque al mismo sitio. Con un aspecto de setenta conoce a una joven de unos diez años, de la que se enamora y con quien compartirá parte de su vida una vez que las edades hayan llegado al mismo punto, como dos trenes que, uno frente a otro, se cruzan en un mismo punto (breve, eterno) para seguir cada uno el sentido de las agujas de su reloj, una hacia delante, otro hacia atrás. Es una vuelta de tuerca.
¿Alcanzamos la madurez, no sólo física sino intelectual, al final de nuestra vida? ¿Hemos desarrollado todas nuestras capacidades y alcanzado todos nuestros objetivos? ¿Y si fuese al revés? ¿Y si el final es el deterioro de la perfección con la que vimos la primera luz? ¿Y si lo que hemos realizado a lo largo de los años ha sido lo único que hemos podido hacer de todo el abanico de posibilidades que se nos ofreció al principio? Un nuevo Peter Pan achacoso y arrugado, un Nunca Jamás que es la vejez, el pánico a hacerse cada día más joven y ese vuelo fascinante, en definitiva, que es vivir, a pesar del tiempo.

José María García Linares (18/02/2009)

1 comentario:

hm dijo...

Que gran entrada... vi la semana pasada la película, y he de confesar que me puse a llorar en el cine, es que soy un sentimental... es una manera distinta de contar el mismo drama.