miércoles, 14 de enero de 2009

LA BATALLA


Los nubarrones del cielo anunciaban tormenta, aunque para él la grisura cada vez más espesa era el signo inequívoco de sus malos presagios. El silencio espeso, el cosquilleo de su estómago. Si atacan, hoy será el momento elegido.
Al igual que en su corazón, la intranquilidad empezaba a apoderarse de todos los rincones de la ciudad. Lo que al principio era sólo un murmullo se convirtió en una confusión de voces, de alaridos y de olor a miedo que le puso los pelos de punta, sobre todo cuando escuchó a sus espaldas a varios hombres anunciar que, efectivamente, el enemigo se estaba acercando.
“No pierdas la calma. Resistiremos. Estos muros están preparados para defendernos. Así lo han hecho durante muchos años. También lo harán ahora”, pero aunque las palabras de su protector le infundieran algo más de confianza, no estaba seguro de poder lograrlo. “Soy demasiado pequeño”, pensó.
El primer proyectil impactó a pocos metros. Se giró muy rápido, asustado, y tuvo la sensación de que le tiempo se detenía. Humo, fuego, cascotes enormes y cuerpos que ascendían girando muy lentamente como las aspas de un molino, con ese movimiento propio de las cosas imposibles, porque para él era inimaginable ver a un niño salir despedido desde un balcón hecho añicos. Supo, en ese momento, que los dioses lo habían abandonado a su suerte.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, recuperada la conciencia del tiempo y de su propio pavor, corrió en busca del resto de sus compañeros. Las mujeres de rostros sangrantes cargaban a sus hijos en busca de los refugios, llevando encima también el peso de saber al marido muerto, mientras sus gritos se confundían con el estruendo de nuevas explosiones. Entonces los ataques empezaron a llegar, también, por aire. Los miró aterrado. Había oído hablar de ellos, pero nunca los había visto con sus propios ojos y tan cerca. Aquellos monstruos grisáceos confundían su piel con la del cielo mientras mordían el aire y ensordecían a la población con sus chillidos.
Las puertas de la ciudad cedieron. Pippin, el pequeño hobbit, recordó a Frodo. Debían aguantar por él, como él soportaba la carga del anillo. Buscó a Gandalf el blanco y se puso a su lado. Su espada parecía ridícula al lado del báculo del mago y de las armas de quienes lo rodeaban. Ya no había marcha atrás. Los orcos aparecieron al final de una de las calles…
Sergio recordaba esta escena con muchísima claridad. Además de leerla, la había visto en la versión cinematográfica, repuesta estas Navidades. Le dio al televisor, fue a la estantería y cogió el tercer volumen de la novela. Allí estaba el poema más estremecedor de El Señor de los Anillos: “La muerte se llevó a nobles y a humildes / desde la mañana hasta el término del día. / Un largo sueño duermen ahora / junto al Río Grande, bajo las hierbas de Gondor. / Las aguas que corrían rugiendo y eran rojas / son ríos grises ahora como lágrimas, de plata centelleante; / la espuma teñida de sangre llameaba al atardecer; / las montañas ardían como hogueras en la noche; / rojo cayó el rocío en el Rammas Echor”.
Tragó saliva mientras le daba voz al Telediario.

José María García Linares (14/01/2009)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Increíble la manera de tratar el tema. Haces que al lector le aterre lo que pasa, que piense en lo que pasa, que se de cuenta de lo que pasa. El desarrollo es magnífico, un sin fin de emociones recorren la espalda del lector. Una obra de arte como todo lo que haces.
Esperemos que el conflicto se solucine pronto y se imponga la razón y el sentido común.