Cuando hablamos de la vida en un estado del bienestar estamos
refiriéndonos a un estilo de existencia que va mucho más allá del mero hecho de
poder tener cubiertas nuestras necesidades materiales básicas. Hablamos, sobre
todo, de formaciones sociales en donde el comportamiento de los ciudadanos
difiere considerablemente del papel que éstos desempeñaban en estadios sociales
anteriores. Se vive bien y vivir bien es el objetivo, por encima de cualquier
otro. Y vivir bien significa tener.
Los
estados del bienestar son hijos de las sociedades democráticas, como puede
suponerse. Hay determinadas libertades garantizadas, servicios sociales que
deben ser iguales para todos, equiparación entre los sexos, participación
ciudadana, etc. Progresivamente, conforme esas sociedades democráticas se van
desarrollando, encuentran su inteligibilidad, como apunta Lipovetsky, en
función de una lógica nueva que se conoce como personalización y que remodela
en profundidad todos los sectores de la vida en sociedad. Esa remodelación,
entre otras cosas, supone romper con sistemas de socialización que estuvieron
vigentes un poco más allá de los años cincuenta del siglo pasado, es decir,
aquellos sistemas que respondían al modelo disciplinario-revolucionario-convencional.
El modelo de socialización disciplinaria es sustituido ahora por otro mucho más
flexible, basado en la información y, sobre todo, en la estimulación de las
necesidades del ciudadano, de la persona, de tal manera que son los deseos de
la persona, su propio desarrollo personal, lo que el ciudadano entiende como
prioritario.
Así, estas sociedades gestionan (término capitalista)
los comportamientos no por la tiranía ni la coacción, sino por el mínimo de
obligaciones y el máximo de elecciones privadas posibles, con el mínimo de
austeridad y el máximo de deseo. Son, no lo olvidemos, sociedades
tardocapitalistas, en donde hasta los sentimientos pueden comprarse y venderse.
Es evidente que es la revolución del consumo lo que ha posibilitado el desarrollo
del individuo libre como valor fundamental. Libre para comprar y vender, claro,
incluso para comprarse o venderse. Las instituciones, de este modo, se van
adaptando a las motivaciones y deseos de sus ciudadanos, incitando a la
participación, habilitando y gestionando (otra vez) el tiempo libre, el ocio,
etc. Surgen nuevos procesos que son inseparables de los nuevos fines, esto es,
de los valores hedonistas, el respeto por la diferencia, el culto a la
liberación personal, al relajamiento, al humor, a la expresión libre. Hasta
hace unas décadas, la lógica de la vida moral, política, escolar, etc.,
consistía en sumergir al individuo en reglas muy estrictas y uniformes. Ahora
esa imagen de rigor ha desaparecido en virtud de la legitimación del placer, del
desarrollo de la personalidad íntima, del derecho a ser uno mismo. Hay que
insistir en que este modelo no se fragua de un día para otro y que, por tanto,
por lo que afecta a nuestra argumentación posterior, no se puede alterar
tampoco en un breve espacio de tiempo. Es todo un sistema cuyas implicaciones
no sólo afectan a instituciones o estructuras económicas, sino también a las
mentalidades de varias generaciones que, lógicamente, asumen como normales. Tal
vez si tuviéramos que decantarnos por uno, el máximo fin al que aspira buena
parte de la sociedad hoy en día es al de vivir sin represiones. Sobra decir que
la institución escolar no es más que un reflejo de la sociedad en la que está
desarrollando su labor, y que los estudiantes, igualmente, lo son de sus
mayores. Por tanto, también para los alumnos uno de sus mayores fines es el de
la ausencia de represión, pero una represión, por otra parte, que no tiene la
carga ideológica de formaciones sociales anteriores, sino que, básicamente,
significa ausencia de obligación.
Estas
sociedades están compuestas, pues, por individuos hedonistas, es decir,
centrados en la consecución del placer, en alcanzar sus deseos, en desplegar su
yo más íntimo. Ciudadanos, podríamos decir, narcisistas, más pendientes de su
propio reflejo que de lo que ocurre a su alrededor. Individuos atentos a sí
mismos, que se piensan libres (y que por eso no se rebelan). Qué mejor ejemplo
que el del uso mayoritario que se le da a las redes sociales, en donde freír
una croqueta es un acto merecedor de ser comunicado, por ejemplo. Sin embargo,
el narcisismo también implica la destitución y trivialización de lo que en otro
tiempo fue fundamental. No es que el individuo esté ahora absolutamente
desconectado de su realidad, sino que lo importante, lo que fue decisivo en
otro tiempo, ha perdido su aura, su relevancia, convertido en mera cáscara,
porque ahora lo importante ‘soy yo’. Tal vez sea ese uno de los motivos de la
falta de lectura de gran parte de las nuevas generaciones. Se leía para conocer
otra vida u otro mundo más allá del propio lector. Hoy, a ese no-lector, le
basta con oírse a sí mismo o leerse a sí mismo en las redes sociales, por eso
la filosofía o la literatura molestan o son superfluas en los sistemas
educativos.
Ese
vaciamiento, esa pérdida de aura o substancia, afecta a instituciones como la
familia, el Estado, la Iglesia, la política y, sobre todo, y esto es decisivo,
al saber. Es el abandono del saber como garantía de éxito social o laboral lo
que afecta directamente a la institución escolar y que, prácticamente, no se
discute ni se debate. Estudiar, por ejemplo, una carrera en la actualidad no
garantiza un puesto de trabajo, es más, los jóvenes están entregando sus
currículos en las empresas sin recoger en ellos todos los datos sobre su
formación, puesto que estar muy formado puede conllevar que no sean elegidos
para ese puesto. Este vacío de sentido del que hablamos es recibido, además,
con indiferencia. No parece que importe demasiado siempre y cuando las
necesidades económicas estén cubiertas. Con el estallido de la crisis parecen
alzarse algunas voces reivindicando el papel social de algunas instituciones
que, en cuanto vuelva a fluir el crédito, dejarán de escucharse.
Desde
hace unos años, sobre todo a raíz de la crisis económica mundial que comenzó en
2008, estamos asistiendo, por ejemplo, al descreimiento absoluto por parte de
la ciudadanía de sus políticos. Hemos pasado en España en poco más de 35 años
de considerarlos salvadores de la dictadura y garantes de nuestros derechos a
meros especuladores, ladrones y aprovechados. La institución del trabajo, ese
eslogan de que el trabajo dignifica, ha pasado a ser la mayor de nuestras
losas, hasta tal punto que la jubilación, antes considerada final de una vida,
se percibe hoy como comienzo de otra, tal vez la verdadera “otra vida”, libre
de obligaciones y deberes. La familia, de la que hablaremos más adelante, no es
hoy modelo para los hijos por una simple razón de falta de tiempo. Los niños
llegan del colegio o del instituto y sus padres no están, con lo que la
sociedad empieza a querer responsabilizar a otras instituciones del papel
educativo que antes estaba en manos de los progenitores. Evidentemente los resultados
no pueden ser sino los que son.
En
un contexto como el descrito parece incluso normal que el principio de
autoridad haya casi desaparecido. Ya desde Nietzsche, con su “muerte de Dios”,
el horizonte epistemológico de las sociedades occidentales es distinto, aunque
no en todos los países se instala al mismo ritmo. Ya no existe esa autoridad,
ese principio inamovible e incontestable, esa verdad a la que acudir y que daba
sentido. El autoritarismo militar también ha caído en el descrédito, después de
los abusos cometidos a lo largo de la historia del siglo XX. Si se nos permite
en este resumen apresurado dar un salto hasta el ámbito que nos interesa, el
papel del padre autoritario también hoy ha desaparecido, como bien señaló en su
día Hannah Arendt, sustituido o bien por un progenitor dialogante que no
sanciona físicamente (o no debe sancionar porque la ley lo prohíbe) o bien por
la ausencia del mismo, ya sea por la desestructuración familiar o, simplemente,
porque está todo el día en el trabajo y cuando llega a su casa es demasiado el
cansancio para ponerse a discutir con sus hijos, para ponerse a educar a sus
hijos. Ocurre un tanto de lo mismo con la autoridad y el prestigio del maestro.
El discurso del profesor ha sido desacralizado, banalizado, situado en el mismo
plano que el de los medios de comunicación, como por ejemplo internet. Aquí ha
ocurrido lo mismo que con el médico, hoy cuestionado porque el paciente acude a
la consulta habiéndose informado previamente de su supuesta enfermedad a través
de Google.
Además
de esa desacralización de la figura del profesor, que lo es no sólo para el
alumnado sino para la sociedad en general, insistimos en que el propio saber ha
perdido toda su importancia desde el momento en que, en sociedades como ésta,
alcanzarlo supone instrucción y esfuerzo. Cuando el profesorado se queja de la
falta de motivación e interés está apuntando precisamente a la clave del
problema que hay hoy en las aulas. Cómo se logra en una sociedad hedonista y
narcisista que la educación obligatoria tenga algún sentido. No afirmamos con
este planteamiento que haya desaparecido la obligatoriedad en todos los ámbitos
de la vida, sino que lo obligatorio molesta hoy más que nunca hasta el punto de
que, sin hábitos ni entrenamientos de la voluntad, la tarea de enseñar una
asignatura curricular se hace muy difícil porque no hay la suficiente respuesta
del estudiante para superarla. Desde los gobiernos se intenta paliar la
situación innovando a cualquier precio: más liberalismo, participación,
investigación pedagógica, instalación de materiales informáticos, etc. Sin embargo,
cuanto más se dispone la institución escolar a escuchar al alumnado menos
interés suscita en éstos. Es una respuesta parecida a la de los adultos en
otros ámbitos de la vida. Cuanto mayores son los medios de expresión que tiene
el hombre posmoderno, menos cosas tiene que decir. En el fondo parece que muy
pocos están interesados en la cantidad de información y de expresión salvo en
aquello que les interese de manera directa. Y esto es una de las constantes del
narcisismo social, es decir, la indiferencia por los contenidos que se
comunican, el acto de comunicar por encima del contenido de lo comunicado. Hay
una selección de la información no por la relevancia de la misma sino por
cuestiones como la preferencia o el gusto. Véase si no la cantidad de información
que reciben los alumnos sobre métodos anticonceptivos en los centros y el
número de embarazos en adolescentes que sigue habiendo en la actualidad.
La apatía de
la que hablamos no es, por tanto, ausencia de información, sino todo lo
contrario. El individuo está informado pero cuanta más información recibe, más
abandono muestra. La indiferencia de la que hablábamos más arriba no es
entonces ausencia de motivación, sino escasez de la misma. Las nuevas
generaciones por supuesto que tienen motivaciones. El problema es que dichos
motivos no casan con lo que ofrece la institución escolar porque la vida ya no
la guía el deber, sino el querer y el tener. La gran victoria del capitalismo,
en palabras de Juan Carlos Rodríguez, es precisamente el haber conseguido que
hoy se confunda la naturaleza con la historia, es decir, que se piense que el
modo de vida capitalista es absolutamente natural y único, cuando no es más que
un sistema de producción con una historia detrás, con una fecha de nacimiento
y, por qué no, con una de finalización.
Por
tanto, los resultados que ofrece PISA sólo sirven para confundir y desorientar,
puesto que a partir de ellos se pretende impulsar reformas, adoptar medidas,
paliar deficiencias… iniciativas todas condenadas al fracaso ya que nos
encontramos ante problemas de profundo calado social y psicológico que no
pueden solucionarse desde la escuela comprando ordenadores. Que los chavales no
saben escribir correctamente ni alcanzan los mínimos conocimientos ya lo
sabemos todos, no hace falta ningún estudio externo. La desvalorización de la
cultura, la ruina cultural de la que habla Jordi Llovet, no es un problema que
haya surgido en los centros escolares. Basta oír la radio, ver la televisión o
compra un periódico para comprobar errores garrafales de estilo, ausencia de
cultura general, incapacidad para hablar en un medio de comunicación, etc.
Políticos que desconocen cuestiones básicas de la cultura de un país, lagunas
de ministros de cultura clamorosas, portavoces que son incapaces de usar
sinónimos…Si de algo está informando PISA es de problemas estructurales que no
pueden solucionarse sólo con reformas de leyes educativas.
Porque
una de las causas directas del bajo rendimiento de los estudiantes es la
situación que viven hoy las familias españolas. Hemos de recordar, porque
parece que se olvida, que la labor docente sólo puede cubrir una parte del
proceso educativo de los estudiantes. Para alcanzar el éxito académico se
requiere de horas de esfuerzo y estudio después de la jornada escolar. Parece
que hemos olvidado que estudiar por las tardes en casa es fundamental. Lógicamente,
para conseguir que un joven con 12 años se siente a estudiar motu proprio sus padres, desde bien
pequeño, lo han tenido que acostumbrar, es decir, han tenido que trabajar con
él el hábito, la voluntad. Al menos era así hasta hace unas décadas. Hoy, sin
embargo, salta a la vista que no lo es. O bien los chicos se quedan por las
tardes en los centros con actividades extraescolares, mientras sus padres
siguen trabajando, o bien los que no las tienen regresan a sus casas en las que
tampoco están sus progenitores. ¿Quién le dice al chico que se siente a hacer
los deberes? El problema no es que sus mayores estén ausentes por cuestiones de
ocio o tiempo libre, sino porque no les queda más remedio. No existe en España
una política verdadera de conciliación de la vida laboral y familiar, y tampoco
parece que le importe a nuestros gobernantes. Por encima de cualquier necesidad
social está la económica, la productiva, algo típico de sociedades
postcapitalistas. Por eso sostenemos que, tal y como está concebido hoy el
modelo educativo, los índices de fracaso seguirán aumentando, puesto que darle
la vuelta a la situación supone dársela también a nuestro modo de vida. Si la
voluntad no está entrenada y si los ciudadanos somos hoy hedonistas y
narcisistas, es imposible conseguir que los pequeños alcancen los objetivos que
les marcamos en las escuelas, puesto que por encima de ellos está su deseo
propio, sus necesidades propias que no están dispuestos a supeditar a ninguna
obligación que venga impuesta de fuera. No se puede aprobar unas matemáticas o
una historia tan sólo con las explicaciones del docente de turno.
La
situación que está viviendo la educación Primaria, en este sentido, es adversa.
Según la ley educativa un pequeño no puede repetir más que una vez desde los
seis hasta los once años. Es decir, que si repitiera con siete, no volvería a
hacerlo hasta llegar a Primero de ESO. Es lógico que, así, en los institutos se
quejen los docentes de que sus alumnos no escriben correctamente ni entienden
lo que leen. No es necesario ni prioritario hacerlo para finalizar la etapa de
Primaria.
Más
allá de estos ejemplos (hay miles, lo sabemos) de lo que se trata es de una
falta de atención por parte de las familias, que delegan la educación de sus
hijos en instituciones ajenas al hogar familiar. Si el sistema educativo es
obligatorio, lo es con todas sus consecuencias, es decir, hay una inversión
millonaria por cada estudiante. Millonaria y gratuita, y en vez de ser
aprovechada está siendo infravalorada, minusvalorada y maltratada por el mero
hecho de ser pública. Y resulta, además, sintomático que el Gobierno no exija
todas las responsabilidades que haya que exigir ante la falta de resultados.
Como mucho se acecha al profesorado, se le asusta con supuestas inspecciones,
se le carga de trabajo administrativo, de informes, de adaptaciones… ¿Qué
ocurre con las responsabilidades de las familias? Pondremos un ejemplo muy
claro. Los éxitos de las campañas de la Dirección General de Tráfico a
propósito del cinturón de seguridad no han dependido sólo de los controles de
la Guardia Civil en carretera o en ciudad, sino de un trabajo de concienciación
en los conductores apoyado por las correspondientes sanciones económicas. Hoy
la mayoría de conductores hace uso del cinturón porque, además de la seguridad,
está en juego una elevada multa económica. ¿Qué hubiera pasado si la DGT no
hubiera establecido sanciones? El uso, evidentemente, del cinturón, hubiera
dependido sólo de cuestiones individuales, de la responsabilidad individual,
del miedo personal, etc. Si hubiese dado igual ponérselo que no ponérselo, los
resultados de las campañas habrían sido otros.
Un ejemplo
como el anterior apunta directamente a que lo económico, en todas sus
dimensiones, es hoy el valor absoluto. Duele lo que cuesta dinero, y aún más
grave: sólo es importante lo que cuesta dinero. Salvando las distancias, no
olvidemos que los estudiantes no acuden de manera voluntaria a los centros,
sino en virtud de una Ley Orgánica de Educación que establece la escolarización
obligatoria desde los seis hasta los dieciséis años. Pero esta LOE no puede
contentarse tan sólo con los índices de escolarización, es decir, lo importante
no debe ser el número de alumnos matriculados sino el trabajo que éstos
realizan. Y ese trabajo requiere no sólo de la atención del profesorado, que
limita sus actuaciones como mucho a cuatro horas semanales por materia, sino
también de las familias, que deben asegurarse de que sus hijos cumplen con sus
obligaciones. Cómo es posible que el sistema permita que un chaval de nueve
años suspenda ocho asignaturas y no pida cuentas a las dos partes. Claro, aquí
volvemos al principio de nuestra argumentación. ¿Qué pasa cuando padres y
madres no están presentes? Parece no haber salida.
Esta descarga, en la mayoría de las ocasiones
obligada, de responsabilidades en las instituciones como la escolar motivan
situaciones como la de atención temprana en los centros, por ejemplo. Los
chavales llegan a las siete de la mañana (a veces antes) porque sus padres tienen
que irse a trabajar y además se les da de desayunar en los propios centros (¡!).
Incluso una actividad tan básica para una familia como la de comer juntos está
despareciendo en función de esos ritmos frenéticos de trabajo y de esos
horarios indiscriminados. Los informativos de televisión son un ejemplo de
dónde está hoy el foco de atención en cuestiones educativas. Que si se cocina
en los colegios con mucho aceite, que si la ración de fritos es elevada, que si
en las cafeterías hay demasiada bollería industrial… Da la sensación de que
asuntos como el número elevadísimo de alumnos por aula, la dificultad para
terminar los temarios de las asignaturas o la elaboración de programaciones
adecuadas a la realidad no tienen ninguna relevancia, porque además ya no la
tienen. Lo importante es que, como hay que dejar a los hijos en los centros
desde muy temprano hasta altas horas de la tarde, reciban allí lo que no pueden
recibir en casa. Y esto es un problema gravísimo. Estamos hablando de generaciones
de jóvenes que están creciendo sin la presencia de sus padres y además con unos
horarios de adultos. Chicos a los que desde casa no se les están poniendo
límites, ni diciéndoles lo que es correcto o lo que no lo es. Niños que en unos
años dejarán de obedecer a sus padres y mucho menos a personas ajenas como un
docente, un bedel o un psicopedagogo. Luego nos escandalizamos con el aumento
de casos de agresión de hijos a padres…
Los resultados de PISA son manifestaciones de un
problema social mucho más importante que saber o no quién fue Calderón de la
Barca. Con la cuestión, pues, centrada en otras cosas, parece lógico que los
resultados académicos sean nefastos. Cuando por encima del nivel de conocimientos
que se deben adquirir está el de matriculación de alumnos, las cifras no pueden
ser muy halagüeñas. Las aulas se han llenado de alumnos de muy distinta
procedencia, al menos las de los centros públicos que sí que admiten alumnado
inmigrante. Además de esa procedencia, los niveles en los conocimientos son
también muy dispares. Cada año aumenta el porcentaje de estudiantes con
adaptaciones curriculares, unas por problemas reales de aprendizaje, otras
porque las lagunas son ya tan profundas, son tantos los años que se ha estado
sin estudiar, que el nivel competencial del estudiante no es el mismo que el de
sus compañeros, a pesar de ser en casi todos los casos bajo. Hablamos de aulas
con casi treinta alumnos en Secundaria y casi cuarenta en Bachillerato, sin
perder de vista la problemática de los verbos de los que hablábamos más arriba.
El verbo querer es hoy el que gobierna la conciencia de los estudiantes. No es
lo mismo tener treinta y cinco alumnos en 1990 que tenerlos en 2012. La
paradoja está en que, según la ley educativa de turno, se debe dar una atención
lo más individualizada posible… ¿Cómo se prepara un examen oral de inglés para
acceder a la universidad con casi cuarenta alumnos en Segundo de Bachillerato?
El problema social no sólo afecta a las familias,
sino también al profesorado. Parece que se ha olvidado que un profesor es una
persona que ha dedicado sus años de estudio a dominar una materia para luego
poder enseñarla. Es cierto que hay muchos casos de profesionales que terminan
dando clase porque no consiguieron el puesto de trabajo que deseaban en su
momento o se prepararon una oposición buscando la seguridad laboral.
Evidentemente aquí deberíamos mirar hacia otros países en donde sí que existen
filtros para seleccionar adecuadamente a los docentes y tomar ejemplo. En
Primaria ocurre algo parecido. Durante décadas en España no ha habido nota de
corte para estudiar Magisterio, y muchas son las personas que han acabado
realizando esos estudios porque no pudieron acceder a las carreras que
deseaban. Hoy la situación empieza a ser diferente. Sin embargo no es esta la
tónica, que por otro lado ocurre en todos los trabajos. Profesionales
rebotados, falta de vocación, etc. Cuando hablamos de profesores queremos
centrarnos en la gran mayoría que ha dedicado sus esfuerzos a poder enseñar lo
que aprendieron a los demás. Y aunque parezca evidente, sólo es posible enseñar
a quienes quieren aprender, bien porque así lo desean, bien porque, aunque sin
ser caldo de buen gusto, saben de su importancia para seguir progresando en la
vida. Es decir, no creemos en esa situación idílica que a veces se nos intenta
transmitir desde los despachos de psicólogos y psicopedagogos de que el niño
puede ir por gusto a la escuela y que disfruta aprendiendo. No. El niño va
obligado (si no se iría a la playa o a montar en bici), lo que ocurre es que si
el concepto de deber está lo suficientemente arraigado y entrenado, cuando
tiene cierta edad se convierte en querencia. Sé que debo aprobar para poder
seguir mis estudios y, por tanto, voy a hacerlo.
Si hemos expuesto más arriba cuál es el contexto
social en el que hoy se desarrolla la labor docente, podrá comprenderse la
dificultad que entraña la misma y la imposibilidad de alcanzar los objetivos
marcados. Recuerdo que, en una ocasión, la Inspección Educativa de turno nos
solicitó al centro educativo en el que trabajaba unas medidas de mejora ante
los malos resultados en las que no podían figurar sugerencias del tipo “deben
estudiar más”, cuando lo que estaba ocurriendo era precisamente eso, que los
jóvenes ni siquiera se llevaban en algunos grupos los libros a casa.
La labor del profesor es hoy una caricatura de la
que fuera en los años 80 y mitad de los 90. Son profesionales que no pueden
hacer su trabajo, que viven diariamente situaciones de tensión, de
enfrentamiento, de rebeldía, más atentos a cuestiones de orden público que de
enseñanza. Es la vigilancia y el mantenimiento del orden lo que prima en la
actualidad en los centros educativos de secundaria, puesto que, como estamos
comentando, el alumnado no lleva bien estar allí. Verjas, puertas metálicas,
cámaras de videovigilancia… No queremos decir con ello que se estén
continuamente generando conflictos violentos, sino que, al carecer de una
voluntad y un sentido del deber bien entrenado, gran parte del tiempo de una
clase se va en cuestiones que no tienen nada que ver con la asignatura. El
desarrollo laboral tiene lugar, pues, contracorriente. Controlar las puertas de
acceso para que los alumnos no escapen, vigilar los patios y los recovecos del
propio centro para que no haya venta ni consumo de drogas, hacer rondas por los
pasillos para mantener el silencio… Y todo eso en horas que deberían emplearse
en preparación de materiales, reuniones productivas, coordinaciones entre
especialistas, etc. El cansancio, la frustración y el aburrimiento se
convierten, así, en compañeros diarios de trabajo.
El problema no es ese supuesto reciclaje al que debe
someterse el profesor. Por un curso no se recicla una persona. Es mucho más simple.
No se puede enseñar nada cuando o bien no se quiere aprender o bien no se deja
que otros aprendan. Volvemos nuevamente a la oposición deseo/deber en una
sociedad narcisista. Además, cómo sostener esa necesidad de reciclaje si en el
momento en que hay un cambio de Gobierno hay también una reforma educativa. No
parece haber un terreno lo suficientemente sólido como para invertir tiempo en
formarse. A ello habría que añadir que los proyectos para reciclar al
profesorado acaban consistiendo en cursos de formación impartidos en horarios
no laborables desde los CEP que, como se sabe, son centros de adoctrinamiento
psicopedagógico. Sorprende que haya cursos de risoterapia, juegos en el aula,
maneras de hacer una programación, educar para la paz, resolución de
conflictos, etc., pero casi ninguno sobre, por ejemplo, novela española
contemporánea, nuevas vanguardias artísticas, filosofía española a principios
del siglo XXI, etc., es decir, sobre áreas de conocimiento.
Parte de la desmotivación
de la que se habla desde distintos sectores de la sociedad a propósito de la
labor docente, además de por la imposibilidad de progresar en la carrera de
enseñante, es consecuencia de la grandísima dificultad para realizar un trabajo
que de por sí es complejo. Y el apunte parece aquí necesario. La
individualidad, el narcisismo y la indiferencia también afectan a los propios
trabajadores. Si el yo del alumno se ve coaccionado y reprimido en una
institución obligatoria, el yo del profesor sufre también ante la dificultad
para expresarse y realizarse. La obligatoriedad educativa, al menos a partir de
una determinada edad, chirría en las sociedades contemporáneas. ¿Hay opciones?
¿Puede diseñarse un sistema educativo que contemple, precisamente, la necesidad
de una voluntariedad a la hora de estudiar? ¿No cabría la posibilidad de
establecer itinerarios diferentes para perfiles diferentes? Todo hace apuntar
que no, puesto que las intenciones de reforma pasan tan sólo por la inversión
en materiales informáticos o por cuestiones como Religión versus Educación para la Ciudadanía y porque, realmente, estamos
hablando de la necesidad de cambios estructurales muy profundos que haría
tambalear el statu quo de la clase
dominante. En ese sentido, son interesantes propuestas como las de Ruiz Tarragó
en La nueva educación o las de Marc
Prensky en Enseñar a nativos digitales,
ambas inaplicables en nuestro país pero que están señalando posibles vías de
trabajo, necesitadas de contextos muy diferentes y de apuestas modernas y
arriesgadas. Algún atisbo de novedad creímos ver en ese proyecto de ampliación
del Bachillerato en un año hasta que supimos que cursar el primer año sería
obligatorio para todos aquellos que decidieran no estudiar Formación
Profesional. Un Cuarto de ESO que ahora se llamará Primero de Bachillerato…
Nos hemos extendido demasiado sin quererlo. Somos
conscientes de que nuestras reflexiones no pueden funcionar de ninguna manera
como radiografía fidedigna de la situación actual que vive nuestro país en
materia educativa. Tampoco es ese nuestro objetivo. Pretendíamos, simplemente,
dar una visión, seguro sesgada, desde un punto de vista subjetivo que nace de
años de investigación y docencia. La escuela es reflejo de la sociedad. Los
hijos son reflejos de sus padres. Cambiar la escuela va más allá de la
instalación de pizarras digitales y ordenadores desfasados. Incluso no estamos
seguros de que pueda cambiarse en un contexto socio-económico como el
contemporáneo. Las estadísticas podrán variar. Surgirán (ya han surgido)
propuestas inmorales como la de que cobren más los profesores que más alumnos
tengan aprobados, que retratan a la perfección el perfil ético e intelectual de
parte de nuestros representantes políticos, y que sólo sirven para que Bruselas
no se enfade demasiado. Ya pasa en Sanidad con esas retribuciones a aquellos
que menos bajas por enfermedad firmen. Habrá variables, por supuesto, pero el
problema seguirá ahí. Asistimos a la niñez y adolescencia de generaciones que
no comprenden el sentido de la obligatoriedad, que no lo aceptan, con lo que
ello supone para la convivencia, para el cuidado del pacto social. No se nace
sabiendo lo que se tiene que hacer. Como a comer o a lavarse las manos, el
deber también se enseña. ¿Dónde? Primero en casa, después en el colegio.
José María García Linares (22/03/2012)
3 comentarios:
Plas, plas, plas
Excelente, José María. Si me lo permites, lo difundo. Un saludo.
Por supuesto, puede difundirlo cuanto quieras. Un saludo.
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