martes, 26 de enero de 2010

UNO PARA TODOS, TODOS PARA UNO

Una de las cosas que más cuesta recordar es la voz de los ausentes. Posiblemente sea lo primero que se nos escapa cuando la memoria sufre el paso de los años. Los rostros quedan, aunque sea a fuerza de verlos repetidos en fotos una tarde de tristeza tras otra soleada. Dijeron los antiguos que las fotografías eran demoníacas porque robaban un trozo del alma de quien en ellas aparecía retratado. No sé si del alma, pero, afortunadamente, podemos con ellas guardar un pedazo, diminuto, de la vida de quienes ya no están o se fueron muy lejos. Es cierto que con los avances tecnológicos del siglo XX, también la voz puede quedar conservada en una grabación casera, pero es una posibilidad que todavía no ha arraigado entre las costumbres de los ciudadanos. Empezamos, sí, a poder hacerlo con los MP3, con los videos, con los móviles. La nuestra es una generación que podrá salvar las voces de sus abuelos y de sus padres por primera vez en la historia.
En casa conservamos como oro en paño cintas de casete y de video en donde resuenan las voces de tíos y abuelos ya desaparecidos. En una de ellas se oye a mi abuelo Pepe jugando con nosotros o podemos verlo preparando unas chuletas a la brasa con mi padre. Cuando pulso play y lo escucho, se me ponen los pelos de punta.
Morir es perder el lenguaje, o al menos es lo que más impacta a largo plazo a los que continúan viviendo. Nos hemos acostumbrado a sobrevivir a los rostros y por eso podemos contemplar casi serenamente las fotos de nuestros muertos. Pero los tonos, los matices, la calidez de la voz propia son parte fundamental de la identidad de cada uno y al volver a escucharla tiempo después, resulta estremecedora, emocionante hasta tal punto que para muchas personas se vuelve demasiado doloroso, porque revive al ausente para llevárselo de nuevo al poco rato.
Perdemos, también los vivos, parte de la fuerza de las palabras. Se nos desinfla el ‘siempre’, el ‘donde’, el ‘cuando’. Los nombres propios de nuestros seres queridos se convierten en fósiles endurecidos, en mero testimonio de la ausencia. Buscas, al pronunciarlo silenciosamente, su rastro en la memoria, sin acudir a un teléfono, a un email, a una cita en la cervecería. Y es también, el silencio, el que acude, porque aunque veas su rostro, su barba, algún gesto o su camisa de manga corta en pleno invierno, la voz cuesta muchísimo trabajo rememorarla.
Me seguía cada lunes. No, no sería justo. Me ha seguido toda la vida, siempre al lado de mi padre y mi padre al suyo. Esta columna está dedicada hoy a José Manuel Montis, cariñoso, fiel, insustituible, amigo. A Maribel, a Isa y a Santi les mando desde la distancia este beso hecho de letras y de luto. Y a Pepe, Antonio y Enrique, porque hay que seguir cabalgando, sable en mano, hasta el amanecer. Uno para todos, todos para uno.
José María García Linares (25/01/10)