lunes, 1 de junio de 2009

EL PORVENIR DEL OLVIDO


Menudo título el de la columna de hoy. Es para saborearlo, detenerse e ir dándole vueltas por la Avenida mientras uno va al banco o a hacer alguna compra. Es de esos enunciados que se te quedan marcados en la memoria, paradójicamente. Qué envidia. Y digo envidia porque no es mío. Se lo he cogido prestado a Ángel Castro (no se lo he dicho, claro, porque esta columna quiere ser en esta mañana un regalo sorpresa venido desde la distancia y la cercanía, desde el cariño y la admiración, desde Melilla y Lanzarote, en este lunes en el que tendrá lugar la presentación de su novela El porvenir del olvido). Seguro que soltará esa carcajada mirando hacia arriba, acostumbrado a que éste que escribe le haya picoteado de aquí y de allá, de su buen hacer y su compromiso con los alumnos, de su simpatía y responsabilidad, de su palmada en la espalda y de sus churros con café en el California. De todo lo aprendido, sigo saboreando esa amistad que lleva años mezclada con el tacto de los sueños y de los libros.
Hay ciudades que se te meten en el alma. Lo difícil es darle voz a ese inquilino que va minando el día a día, que acompaña el paso de los años como si fuera su banda sonora y que da color y matiz al sentimiento, a la lluvia, a la soledad e, incluso, al beso. Yo tengo a Melilla clavada con demasiada fuerza. Desde lejos, también, mi recuerdo y mi olvido la van reconstruyendo con cada amanecer, haciéndola, si cabe, cada vez más mía, llevándome a una especie de lugar sin fronteras, sin tiempo. “Las ciudades son como las personas”, dice David Serfaty, el narrador de El porvenir del olvido. Por eso también llevo personas clavadas en el alma.
No estaré esta tarde en la presentación de la novela. No me da tiempo a llegar. Los aviones serán muy rápidos, pero las esperas en los aeropuertos son demasiado lentas. Imposible conseguir un enlace. Qué vamos a hacer. Ya desayunaremos en julio (me toca invitar a mí, que ya te estoy viendo). Donde sí que he estado es entre las páginas de cada una de las pasiones que dan vida al texto. Al final somos eso, un puñado de amor con el que se escribe la historia. Los cuadernos verdes, como sus ojos, de la tía Luna; el frío constante y cortante de un Jayim que llegó a Melilla huyendo de la barbarie; la vitalidad y el compromiso de David, decidido a vivir el presente con la mirada del pasado. Tres momentos de una familia sefardí y una sola ciudad que va hilando los destinos de sus personajes entre bandazos de viento, sorbos de té y olores mezclados.
Volver. Quedarse allí. Llegar hasta la playa. A un lado el mar y al otro el Gurugú, siempre presente ambos en la vida de los melillenses. Cuando cae la luz, se enciende aún más la belleza tostada de esta pequeña ciudad que sobrevive, a la vez, entre la memoria y el olvido. De la misma manera se ilumina esta novela cuando se va consumiendo, llena de hermosura y de sosiego, hasta volverse espuma, sonrisa, melancolía. Te mando un abrazo muy fuerte, don Ángel, y que siga siendo la vida verde, como los ojos de la luna llena.


José María García Linares (01/06/2009)