lunes, 11 de mayo de 2009

JENIFER Y JONATHAN DANIEL



Este año me he comprado una silla para ir a la playa. Lo sé, eso es de carcas, también yo lo decía hace años. Es verde, bajita, con un respaldo glorioso que se echa para atrás y la mar de cómoda y económica, como me dijo la dependienta de “Casas” (por publicidades como ésta se ha quedado Torreiglesias sin su programa en TVE1). Así tomo el sol sentado, con cierta inclinación, no me duelen las cervicales y se me dora el michelín con uniformidad, sin dejarme esas bandas rojizas de años pasados tan atléticas y antiestéticas. Cada vez me parezco más a mi madre. Empiezo a ir a la playa o a la piscina cargado. La bolsa, el libro que no pongo dentro porque no cabe, la pamela de mi novia, la silla nueva… Me falta la nevera con el agua, los manguitos de mis hijos, el bocadillo y la colchoneta. Mucho más me acuerdo de mi padre cuando empiezan a llegar niños chillones, adolescentes maleducados, comadres merdellonas y amiguetes en tanga que charlan de sus cosas a voces para que nos enteremos los demás.
Ayer a Jenifer le picaba el sobaco (según ella, que quede claro). El becerro de Jonathan Daniel mugía cada vez que le daba al balón y su madre, a grito pelado, le pedía que por favor no fuera ordinario. Todo esto a diez metros de donde yo intentaba leer plácidamente (parecía que los tenía encima) en una playa amplísima y con pocos bañistas. Me amargaron olvido, El porvenir del olvido, de mi querido Ángel Castro, algo imperdonable porque, los que solemos llevar nuestras lecturas a la playa no molestamos a nadie, como el que va a tomar el sol o a dormir una siesta.
Las playas de por aquí están llenas de guiris. Eso se sabe por dos detalles. El primero, las quemaduras en el escote y en las pantorrillas. Algunas son terribles (las quemaduras, no las extranjeras). Eso de las cremas parece ser cosa de arándanos y grosellas. Y el segundo, que posiblemente sea una de las causas del primero, es que están casi todos en silencio, generalmente con un libro en la mano (quietos, concentrados, sin protector… se queman, claro). Sus hijos y los nuestros hacen los mismos hoyos, pero los nuestros chillan conforme van quitando arena, y los suyos, al rato, cogen su libro. ¿Cuestión de carácter? ¿De educación? ¿De ver a sus padres entretenidos entre páginas? Qué envidia me da ver a los Peters y a los Johnes alternar su tarde de ocio con los juegos y los libros. No creo que se trate de que haya que ir a la playa a leer, ni mucho menos, sino de conseguir que la lectura forme parte del tiempo de entretenimiento tanto de los jóvenes como de sus mayores. Leer aporta sosiego, tranquilidad, diálogo con uno mismo, silencio. En España se lee poco. Incluso los estudiantes de Magisterio, según la revista CLIJ (enero de 2009).
En nada llegarán a los telediarios las bibliotecas de playa. Curioso que, mientras se dejan caer las bibliotecas escolares durante nueve meses, se levanten otras en dos. El que no lee durante el curso, menos lo va a hacer en vacaciones, vamos, digo yo. Por lo pronto Jonathan Daniel y Jenifer ni tienen intención de leer ni de que los demás podamos hacerlo con tranquilidad. Tampoco de callarse. Son nuestros niños de hoy, nuestro futuro.
José María García Linares (11/05/2009)